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en primera líneaGonzalo Cabello de los Cobos Narváez

Callar, callar hasta olvidar

Si nuestro comportamiento no entra dentro de los modelos mayoritarios considerados como aceptables, generalmente diseñados por la izquierda, tendemos a esconderlos, aunque, en realidad, formen parte de nuestra vida cotidiana

En la cena de Navidad me tocó sentarme en la mesa de los niños. A pesar de que me afeito desde hace más de veinte años, alguna persona decidió que lo mejor para cuadrar los sitios era ubicarme con una panda de púberes cuya única meta vital consistía en agarrar la botella de vino de vez en cuando sin que sus padres se enteraran. Una meta que, por otro lado, yo compartía.
Pues bien, dado que había sido degradado en la jerarquía familiar, aproveché la oportunidad para hablar con mis primos pequeños. Cuando los granos de la adolescencia dejaron de afectar a sus tiernos cerebrillos, comencé a preguntarles por el colegio y esas cosas.
En un momento dado, el mayor de los púberes me contó que hacía poco se había peleado en el recreo. Al parecer, mientras jugaba al fútbol, un compañero o «pana» había soltado una de esas blasfemias que hacen que el cielo se tambalee y él se lo había reprochado. La cosa acabó en unos cuantos puños aquí y allá, algo de sangre y, como es menester, sendos castigos.
Según me dijo, la pelea que tuvo en el recreo no era un caso aislado. Cada vez que les decía a sus amigos que creía en Dios y que los domingos iba a Misa con su familia, estos, salvo algunas excepciones, lo miraban extrañadísimos como si fuera un pobre y estúpido lunático. Pasaban de la risa a la incomprensión en cuestión de segundos y le decían: «¡Pero tío! ¿De verdad te tragas esas chorradas? ¡Estamos en el siglo XXI, bro!».
Por eso, no es de extrañar que mi primo pequeño llegase a la conclusión en aquella cena de que lo mejor y más eficiente para evitar cualquier reyerta futura era callarse. A partir de ahora, según dijo, «me callo la boca y asunto resuelto, bro. No me renta». Y yo no pude reprochárselo.

Lu Tolstova

Y ese es el auténtico problema. Lo que mi primo sentía ese día solo es un reflejo inicial de lo que le sucederá cuando se haga mayor y se dé cuenta de que, o esconde por completo sus creencias religiosas fuera de su círculo de confianza o inevitablemente será tachado de paria, con las consecuencias que esa condición lleva aparejada.
Porque seamos sinceros, ¿quién no ha mirado nervioso a un lado y al otro mientras se santigua en público por miedo a que lo «pillen» infraganti? El terror que nos da convertirnos en apestados sociales es mucho más poderoso que la Fe. Tenemos miedo a que nuestros amigos nos miren mal y nos aterra que nuestros compañeros de trabajo nos hablen de forma condescendiente mientras dibujan una sonrisa burlona en su cara. Esa es la verdad.
Porque eso es lo que está sucediendo. Debemos asumir que España ya no es un país católico. Es más, no nos engañemos, comienza a ser anticatólico. Y, aunque entiendo que esconderse bajo el paraguas de lo conocido es lo más cómodo, debemos admitir que esa actitud generalizada y cobarde solo hará que la situación empeore año tras año.
Pero, en realidad, da igual si es nuestra Fe, nuestras ideas políticas o nuestra posible afición a la caza o a los toros. Este patrón comienza a extenderse como un tumor por todos los aspectos de nuestra vida. Si nuestro comportamiento no entra dentro de los modelos mayoritarios considerados como aceptables, generalmente diseñados por la izquierda, tendemos a esconderlos, aunque formen parte de nuestra vida cotidiana. Es un hecho.
Nos hemos acostumbrado a callar y, de tanto hacerlo, se nos está empezando a olvidar lo que somos. El proceso parece inevitable.
  • Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista