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TribunaManuel Sánchez Monge

La cultura del victimismo y la queja

Para superar el victimismo hay que defender las propias ideas y opiniones respetando las de los demás. Las quejas continuas nos mantienen anclados en los problemas, sin buscar soluciones. Es muy difícil orientar a quienes se sienten victimas crónicas, porque si no se comparten sus quejas dirán que no se les comprende

Hoy día se nos invita a considerar nuestra situación mediante un contraste entre culturas: la del honor, la de la dignidad y la victimista. En las culturas de honor las ofensas reciben una significativa atención: no es tolerable que se manche nuestro nombre. Y la respuesta que ofrecen al honor manchado es hacer justicia a título personal; de ahí el carácter agresivo que promueven. Las reemplazaron posteriormente por las culturas de dignidad: hay que aprender a no tomar demasiado en serio las ofensas. Porque la propia dignidad no proviene del trato recibido por terceros. En consecuencia la propia reputación es menos decisiva. Se valora el autocontrol y la tolerancia. Y las ofensas importantes pasan a la autoridad (los tribunales de justicia) en lugar de la venganza personal. El actual desarrollo de la cultura victimista participa de cada una de las culturas precedentes: de la cultura de honor se toma la reacción ante la más mínima ofensa, de la cultura de la dignidad se toma la apelación a una autoridad que pueda erradicar el mal detectado.
El auge del victimismo en el siglo XXI denota que no se trata de una simple moda, sino de una mentalidad dominante y persistente. El victimismo es la tendencia de una persona o de un colectivo a hacerse pasar por víctima, más o menos conscientemente. Se queja de una supuesta agresión o menosprecio y responsabiliza de ello al entorno social, del que espera compasión y reparación.
Daniele Giglioli en su obra Crítica de la víctima, analiza la ideología victimista con estas palabras: «La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. La posibilidad de declararse tal es una casamata, un fortín, una posición estratégica para ser ocupada a toda costa. La víctima no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse: es el sueño de cualquier tipo de poder».
Hay personas que se complacen en mostrarse como víctimas ante los demás. Porque suele estar bien visto en muchos ambientes. Pero ello no quiere decir que no sea algo patológico. Se desconfía injustificadamente de los demás, atribuyéndoles motivos maliciosos. Considerarse víctimas es algo intensamente cultivado y la base desde la cual no pocos se relacionan con los demás. Alguna vez se trata de reivindicaciones justas. Pero el victimismo oculta las voces de las verdaderas víctimas. Y quien aprende a magnificar las ofensas recibidas emprende el camino contrario que recomienda una mínima sensatez.
El victimismo es actualmente un nuevo estilo de vida, tanto para las personas como para grupos sociales y pueblos. Culmina un proceso histórico que surgió a mediados del siglo XX. No dudamos que es algo normal mostrar nuestro desacuerdo ante ciertas cosas que no nos gustan, pero sin hipotecar nuestra vida ni subordinarla a la queja. No hay que caer en el error de perturbar a los demás con el propio victimismo y con la visión negativa de la vida. Debemos tomar una postura activa y optimista, basada en decisiones y no en simples reacciones.
Para superar el victimismo hay que defender las propias ideas y opiniones respetando, al mismo tiempo, las de los demás. Las quejas continuas nos mantienen anclados en los problemas, sin buscar posibles soluciones. Es muy difícil orientar a quienes se sienten victimas crónicas, porque si no se comparten sus quejas se quejarán de que no se les comprende. El testimonio de algunas víctimas de verdad que, además, no se quejan, puede ser determinante.
Participar en esta cultura de la victimización es contrario a la Palabra de Dios. Primero, porque nos quita la responsabilidad personal, que es don de Dios. Segundo, porque Jesucristo ya nos dijo que en este mundo experimentaremos injusticias. Creer que podemos evitarlo por completo no es vivir en este mundo. Y, tercero, porque ponemos límites a Dios. Nos convertimos en nuestros peores enemigos y limitamos la vida que Dios querría para nosotros.
  • Manuel Sánchez Monge es obispo de Santander