Yolanda Díaz atiza el fuego guerracivilista de la fragmentación
La propuesta de plurinacionalidad lingüística y política de Yolanda Díaz ampara, a plazo, movimientos disgregadores en España que serán impulsados por el revanchismo histórico marroquí
Hace cuarenta años, en 1983, centenario de la muerte de Marx y del nacimiento de Keynes y Schumpeter, la revista académica Hacienda Pública Española dedicó a tan insignes pensadores una monografía. Mi contribución llevaba por título Análisis de la matriz sociotécnica y el problema de la transformación. Ni yo ni nadie pretendía cerrar el debate marxismo-keynesianismo sino intentar minimizar técnicamente los sesgos ideológicos y las escorias doctrinales. El debate lo cerró la caída del Muro de Berlín. Desde entonces, quien se pretenda comunista está aquejado/a de soberbia enfermiza («el comunismo se derrumbó en la URSS y otros países porque no participé en su consolidación», debe pensar).
Yolanda Díaz está afiliada al PC de España. Se entiende perfectamente que padre y tío de la señora Díaz hubiesen sido comunistas, eran otros tiempos, se entiende menos que después del desmantelamiento de la URSS y países satélites ella siga siéndolo. A buen seguro, considera en su fuero interno que si aquel tinglado se desmoronó fue porque no estaba allí para sostenerlo. Ese ego hipertrofiado –compensador de alguna inasumible ruptura interior– quizás explique las plataformas en las que se alza para parecer más alta; asimismo, esos oros, esos recurrentes tintes marbellís en su abundosa cabellera aparecen, bajo esta perspectiva, como el paradigma de la estética de la pava real (no seamos crueles, pavo real no se compadece con su vistosa feminidad toda vestida de blanco). No obstante, incluso exhibiendo tan gastados mimbres no me habría ocupado aquí de Yolanda Díaz al considerarla yo con mucha más valía humana que toda la biliosa chusma política de la que se desembarazó hace poco (a riesgo de que se lo hagan pagar). No me habría ocupado de ella, digo, si no hubiera incurrido en algo que los españoles no perdonamos jamás: ataques directos o indirectos a la unidad de la nación común y relegamiento del idioma universalmente señero al rango de lengua de cuatro provincias. O eso decía Valle Inclán: «Prefiero escribir en la lengua de veinte naciones que en la de cuatro provincias».
Precisamente, por ser comunista, de Yolanda Díaz hubiera esperado menos frivolidad y mayor responsabilidad política. ¿Cuándo será España una nación europea normal, afanosamente ocupada en sacar adelante los graves asuntos que verdaderamente importan a los ciudadanos? Seguimos embarrados en el sempiterno capítulo del folletín soberanista, así llamado «Proceso de transición nacional», de los independentistas, sigilosa forma de plantear la ruptura por etapas. O el eufemístico «Marco policéntrico» del PSC-PSOE, destino plurinacional y (con)federal que es, ni más ni menos, el penúltimo peldaño hacia una confederación de naciones.
Quién lo iba a decir, mi muy respetada Yolanda Díaz ampara un arcoíris parlamentario de odio a España, desde la derecha arrogante del Camp Nou hasta el abertzalismo racial. Odio que, como todo lo que concierne a las fobias obsesivas, es imposible desactivar racionalmente al soterrarse en espesos instintos tribales, nocturnos, nostálgicos de la nación feudal, inaccesibles a la luz de la razón. Con sus «naciones» en bandolera, han reivindicado, primero, protección política y cultural; después, un autonomismo gradualista; más tarde, federalismo asimétrico; y ahora, ya sin tapujos, capacidad nacional de decisión para estar o no estar dentro de España. Y, claro, solo tiene sentido perseguir una idea, como los nacionalistas han perseguido y persiguen la idea de España, cuando el odio hacia esa idea se asienta en un fanatismo que va más allá de los meros conflictos relativos al ámbito de decisión territorial. Por ello, la pluralidad que Yolanda Díaz exige a España no encuentre contrapartida alguna donde los nacionalistas mandan: intentan borrar hasta la mínima traza de todo lo español empezando por la lengua.
¿Cabe alguna duda respecto al cacao que se formará en unos años cuando la exacerbación de reivindicaciones de todo orden de los magrebíes se añada a las exigencias ilimitadas de los nacionalistas? Intentaré explicarme, a ver si lo consigo. En Blood Meridian, Cormac McCarthy pone en boca de un viejo anacoreta menonita esta terrible sentencia: «Hay cuatro cosas que pueden destruir el mundo: las mujeres, el whisky, el dinero y los negros». Jamás un católico ni un judío habrían soltado semejante melonada (soy de origen judío, no religioso, bebedor solvente de Lagavulin sin hielo ni agua y mi mejor amigo, recientemente fallecido, era senegalés). Si bien en la novela de McCarthy el anacoreta (protestante) estadounidense estaba avecindado en la frontera mejicana, la sentencia es corriente en el mundo árabe. En un sentido, musulmanes y protestantes se parecen: no creen en el libre arbitrio. Se agarran a la predestinación y a cierto fatalismo que los llevará, es su creencia, a dominar el mundo. Hitler era gran admirador de árabes y turcos (también la señora Merkel).
Si bien se mira, las decisiones personales en el protestantismo proceden del rechazo a plegarse a las exigencias de la lógica, Weber dixit: ¿por qué decidir racionalmente si el ser humano está predestinado? Lo cual coindice con el fatalismo de los musulmanes en completo contraste con el libre arbitrio defendido por católicos y judíos, base de toda dignidad humana. Judíos y católicos compartimos enorme intersección espiritual además de la insobornable españolidad de los sefarditas. Sin embargo, los judíos nunca han reclamado la oficialidad del ladino (judeoespañol) en las instituciones (mi abuela llamaba faltriquera al monedero): la unidad de España, incluida la lingüística, es un valor superior para los sefarditas. Ahí está el gran Bendodo para confirmarlo.
Los musulmanes ven en la disgregación de España, y se comprende, el nervio de su propia fuerza: divide y vencerás. El destino de los partidos políticos independentistas es echarse en manos del Islam –en Cataluña en brazos del Islam marroquí– a la par de otros independentismos europeos, como el escocés cuyo líder es musulmán. La propuesta de Yolanda Díaz conlleva implícitamente que dentro de algunos años, pocos, el árabe (alguna de sus variantes) sea lengua oficial en el Congreso y Senado. Es decir, conflicto en bandeja. En este sentido, recomiendo la lectura razonada de un fascinante, profundo e inteligentísimo artículo de Ramón Pérez Maura: ¿Habrá en España las revueltas de Francia?.