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MAÑANA ES DOMINGOJesús Higueras

«Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero»

No es un amor perfecto. No es una fe inquebrantable. Es el amor tembloroso de quien ha sido perdonado. Pedro no ofrece virtudes ni heroísmos. Solo ofrece su corazón rendido

Después de la Pasión, Jesús resucitado se presenta de nuevo a sus discípulos. Y pasados unos días los encuentra como al principio: pescando. Como si todo hubiera sido un sueño, como si la traición y el dolor no hubieran tenido lugar. Jesús no les reprocha nada. Solo pregunta. A Simón Pedro, el que juró no conocerlo, el que huyó con maldiciones en la boca. «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Tres veces. Como tres fueron las negaciones. El corazón de Pedro se quiebra, y desde su herida abierta pronuncia la verdad más sincera: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero».

No es un amor perfecto. No es una fe inquebrantable. Es el amor tembloroso de quien ha sido perdonado. Pedro no ofrece virtudes ni heroísmos. Solo ofrece su corazón rendido. Y es ahí donde acontece el milagro: la cobardía es restituida por el amor. La traición se disuelve en ternura. No se trata de borrar el pasado, sino de transformarlo.

Jesús no necesita que Pedro sea perfecto. No necesita que nunca falle. Le basta con que se deje amar. Porque ese es el gran poder de la resurrección: no triunfar, no hacerlo todo bien, no llegar siempre a tiempo ni tener todas las respuestas. El verdadero poder está en dejarnos tocar por una misericordia que no pide méritos. En comprender, por fin, que somos amados por Dios incluso en nuestras noches más oscuras.

Los cristianos tenemos ante nosotros un desafío: abandonar la idea de que nuestra relación con Dios depende de nuestras fuerzas, y abrirnos al don inmerecido de su amor. La santidad no comienza cuando nos sentimos fuertes, sino cuando reconocemos, como Pedro, que solo el Señor lo sabe todo, que solo Él conoce lo que hay en nuestro interior –nuestra historia con sus fracasos y triunfos, nuestras miserias y aciertos– y que, aun así, nos llama, nos espera y nos confía su misión.

Pedro fue constituido pastor no por ser el mejor, sino por ser el más amado. Porque se dejó amar. Esa es la verdadera piedra sobre la que se edifica la Iglesia. No el mérito, sino la gracia. No el orgullo, sino la verdad humilde de un corazón quebrantado que se sabe mirado con ternura.

Así debe ser el sucesor del papa Francisco. Pidamos únicamente que se deje amar por Dios, que en el momento de su elección pueda decir, como dijo el primer Papa de la historia: «Señor, tú sabes todo, tú sabes que te quiero».