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La bomba atómica sobre Hiroshima

El milagro de Hiroshima que llevó a decir que el rezo del Rosario «es más potente que la bomba atómica»

El 6 de agosto de 1945, cuando el mundo fue testigo de uno de los episodios más devastadores de la historia, cuatro misioneros jesuitas alemanes se convirtieron en el testimonio tangible de la fuerza de una oración

Es un Padre Nuestro, le siguen diez Avemarías y termina con un Gloria. Esta sencilla estructura se repite cinco veces, y cada día de la semana, en cada una de esas cinco partes, se contempla un misterio de la vida de Jesucristo. Todo ello recibe un nombre que ha perdurado a lo largo de los siglos: el Rosario.

Desde que, según cuenta la tradición, la Virgen María pidiese al santo español Domingo de Guzmán que difundiera esta devoción en una época en que las herejías amenazaban con quebrar la unidad de la Iglesia, el rezo del rosario ha marcado la historia espiritual de millones de almas.

Sin esta oración, quizá el rumbo de la fe —y del mundo— sería hoy muy distinta. No es de extrañar que siglos después el Papa Pío IX repitiera aquellas palabras que resumen su poder: «Hijos míos, ayudadme a combatir los males de la Iglesia, mas no con las armas sino con el rosario».

Un combate que pareció hacerse carne el 6 de agosto de 1945, en Hiroshima, cuando el mundo fue testigo de uno de los episodios más devastadores de la historia. Aquel día, cuatro misioneros jesuitas alemanes —Hugo Lassalle, Hubert Schiffer, Wilhelm Kleinsorge y Cieslik— despertaron temprano en su casa parroquial. Mientras uno celebraba la Eucaristía, los demás atendían sus tareas cotidianas. De pronto, los cristales estallaron. Sin saberlo, acababa de caer Little Boy, la primera bomba atómica.

La catedral de Hiroshima ante las ruinas de la ciudad

La historia se repite en Nagasaki

A tan solo metros del epicentro, todo quedó reducido a ruinas y ceniza. Pero la casa de los jesuitas permaneció en pie. Los misioneros sobrevivieron sin secuelas de radiación, heridas graves, quemaduras, pérdida del oído o enfermedades posteriores, aunque todos los médicos les comunicaron que podrían enfermar o incluso morir en los siguientes meses. En un radio de 2,5 kilómetros, todo había sido aniquilado, excepto ese pequeño enclave de oración.

Años más tarde, el padre Hubert Schiffer relató su experiencia durante el Congreso Eucarístico celebrado en Filadelfia en 1976. Tenía entonces 61 años. «Yo estaba en medio de la explosión atómica... y estoy aquí todavía, vivo y a salvo. No fui derribado por su destrucción», declaró. Para él, no había duda: su supervivencia se debía a la protección de la Virgen María. «Vivíamos el mensaje de Fátima y rezábamos juntos el Rosario todos los días», explicó.

A lo largo de los años, llegaron a realizárseles 200 exámenes médicos y en ninguno de ellos hallaron restos de la radiación en sus cuerpos. ¿Cómo había resistido aquella residencia, tan cerca del infierno nuclear, mientras todo a su alrededor desapareció?

Lo mismo ocurrió dos días después en Nagasaki, la otra ciudad arrasada por la segunda bomba. Allí, san Maximiliano Kolbe —franciscano polaco, mártir de Auschwitz— había fundado años antes un convento. A pesar de la destrucción generalizada, el convento permaneció milagrosamente intacto. Los hermanos que allí vivían también rezaban el rosario cada día.

Hoy, 7 de octubre, cuando la Iglesia celebra a la Virgen del Rosario, sucesos como este vuelven a recordar la fuerza de una oración que, durante siglos, ha sostenido la fe de millones. Desde las manos silenciosas de los monjes medievales hasta el temblor de Hiroshima y Nagasaki, el rosario sigue siendo lo que siempre fue: refugio frente al miedo, esperanza en medio del caos y un acto de devoción capaz de ser «más potente que la bomba atómica».