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26 de abril de 2024

La sede del Partido Nacional Fascista (Roma, 1934)

La sede del Partido Nacional Fascista (Roma, 1934)

El fascismo, el hijo del socialismo en el siglo XX

Entre las dos concepciones totales del hombre y la sociedad que son el liberalismo y el marxismo, ideologías presas del racionalismo, surge una tercera vía: el fascismo

El mundo procedente de la revolución industrial y del parlamentarismo se tambalea en los primeros años del siglo XX. Dos doctrinas movilizadoras, con un mismo tronco hegeliano, crecen en Europa: el comunismo y el fascismo. Al individualismo liberal le responden dos concepciones colectivas, una en torno a la nación como espacio de la solidaridad y la otra basada en la clase económica, pero ambas propugnando la conquista del Estado como instrumento esencial del cambio. La revolución desde arriba.
Europa se debate entre estas dos doctrinas totales, la juventud del continente se alinea en dos extremos. La Segunda Guerra Mundial fue un conflicto civil europeo con repercusiones en las colonias. Dio fin a la lucha histórica por conseguir la hegemonía continental que intentaron Roma, Toledo, París y Berlín. La victoria final no la obtuvo ninguno de ambos contendientes extremos, el fascismo cae derrotado militarmente en 1945 y el comunismo pierde el imperio en 1989. La victoria la obtiene el pensamiento liberal, el capitalismo financiero y económico cuyo fin había predicho Marx, el consumo que facilitó la revolución de John Ford, el parlamentarismo abominado por Michels. Se sujeta sobre el Estado del Bienestar que inicia Otto von Bismarck.

La vía nacional al socialismo

La fusión del nacionalismo emergente de finales del siglo XIX –Europa gesta a Italia y Alemania– con las corrientes revolucionarias heréticas del marxismo, en especial la sindicalista, dará lugar a una nueva doctrina que, en las dos más conocidas de sus diferentes versiones, se alza de puntillas sobre sus mitos nacionales: Roma y el socialismo germano. Trataremos poco el segundo porque es, en esencia, un determinismo racial ario, como el marxismo es determinismo histórico económico. Pero dejamos constancia del uso del rojo en la bandera del Reich y la proclamación del socialismo nacional.
El fascismo primigenio nace de una ruptura del marxismo. La historia como motor abandona el carácter economicista y retoma las rutas imperiales del pasado. Ernesto Giménez Caballero habla de una «comprensión italiana de Lenin» en el primer número de La Conquista del Estado.

Movilización

En el ingeniero Sorel, el marxismo se convierte en un mito movilizador de carácter heroico. El trabajador toma el papel del guerrero y a través de los sindicatos genera una nueva sociedad que surge del choque contra el viejo mundo. «Somos actuales», proclamará Ramiro Ledesma desde La Conquista del Estado, donde vitorea la Rusia soviética, la Italia fascista y la Alemania nazi. No se trata de su corrección científica como concepciones del mundo sino de la capacidad para generar una nación en pie, movilizada, igualitaria por lo nacional. Ledesma no busca la verdad del marxismo o del fascismo sino su capacidad de movilizar como instrumento revolucionario. Sorel «esbozaba, pues, una teoría de la revolución en la que los sindicalistas adquirían el papel de héroes homéricos, el sindicalismo revolucionario se revelaba como la nueva virtud o religión que sostendría a la humanidad, y la huelga general, como el mito del proletariado y manifestación de la fuerza de las masas». La movilización de los trabajadores en los sindicatos, el alejamiento del parlamentarismo y del consenso. Sorel recibió con alegría la revolución rusa, a pesar de haber criticado enérgicamente a los revolucionarios profesionales. Ve en Lenin al genio creador del jefe contra la vulgaridad democrática. Ramiro Ledesma, en abril de 1931, pide al Gobierno español que reconozca al Gobierno soviético.
Los sindicalistas sorelianos se alejan del mundo corrupto de los políticos y de los intelectuales burgueses, distinguiendo entre conspiración y revolución, la única que da vida a una nueva moral. Sólo los trabajadores más militantes –dice Sorel– son sindicalistas: el obrero de la gran industria sustituirá al guerrero de la ciudad heroica. Por tanto, los valores de ambos son comunes y el ascetismo y la eliminación del individualismo suponen características compartidas por el soldado-monje y por el obrero-combatiente.

Mitos

Las enseñanzas de Bergson permiten separar el racionalismo del marxismo y potenciar los mitos revolucionarios, dirigirse a los corazones y no a las mentes: el mito pasa del intelecto a la afectividad. Bergson explica que en la conciencia profunda conviven religión y mitos. El método psicológico releva al enfoque mecanicista tradicional. Truecan los fundamentos racionalistas por la visión de la naturaleza humana que predica Gustavo Le Bon, quien aconseja que «para vencer a las masas hay que tener previamente en cuenta los sentimientos que las animan (…) mediante asociaciones rudimentarias, ciertas imágenes sugestivas; saber rectificar si es necesario y, sobre todo, adivinar en cada instante los sentimientos que se hacen brotar». Resume Le Bon que «la razón crea la ciencia, los sentimientos dirigen la historia».
El sindicalismo revolucionario, que convive con un proceso de nacionalización de Europa, niega la posibilidad de la explicación social en términos casi matemáticos, niega el racionalismo, al que acusa de corruptor. De Nietzsche aprende la coherencia del revolucionario, la negación de los valores imperantes y la afirmación de otros nuevos y rebeldes. En Reflexiones sobre la violencia, Sorel afirma que los mitos no son descripciones de cosas, sino expresiones de voluntad... conjuntos de imágenes capaces de evocar en bloque y exclusivamente a través de la intuición, previamente a cualquier tipo de análisis reflexivo, la masa de los sentimientos que corresponden a las diversas manifestaciones de la guerra librada por el socialismo en contra de la sociedad moderna. Sorel antepone a Pascal y a Bergson frente a Descartes y a Sócrates. Identifica mito y convicciones, entendiendo estas en términos de las ideas y creencias de Ortega. Sorel distingue entre la ética del guerrero, que apoya, y la del intelectual, que condena: «Ya no hubo soldados ni marinos, sólo hubo tenderos escépticos».

Voceros para la nacionalización de la izquierda

A la corriente con Sorel se suma el sociólogo Robert Michels, el economista Vilfredo Pareto y los literatos Giovanni Papini y Filipo Marinetti, entre otros. Michels formula la ley de hierro de la oligarquía: en ella defiende que el liderazgo por sí mismo genera intereses propios distintos de los intereses de los representados, al tener que ser delegada la soberanía de todos en unos pocos dirigentes, la democracia es imposible. Pedro Sánchez lo sabe.
Marinetti en El manifiesto futurista señala el nuevo paradigma: «Queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad. El coraje, la audacia, la rebelión, serán elementos esenciales de nuestra poesía. (...) No existe belleza alguna si no es en la lucha. Ninguna obra que no tenga un carácter agresivo puede ser una obra maestra. La poesía debe ser concebida como un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para forzarlas a postrarse ante el hombre».
La teoría de los mitos se vuelve el motor de la revolución y la acción directa su instrumento: la violencia proletaria garantiza la revolución futura, el único medio de que disponen las naciones europeas, «embrutecidas por el humanismo», para recobrar su antigua energía. La acción directa es la respuesta a la brutalidad inherente a la explotación del trabajador, camuflada bajo la cortina de humo del sufragio partitocrático. Marx había escrito que la violencia es la única partera de la nueva sociedad.
Sorel piensa que sólo los hombres que viven en estado de tensión permanente pueden alcanzar lo sublime. Reivindica el cristianismo primitivo y el sindicalismo de combate de su tiempo. También la crítica del sociólogo Pareto al parlamentarismo se suma a la de Sorel.
Finalmente, al sindicalismo como instrumento se une la nación, el espacio de la solidaridad. Con este punto de partida, Mussolini creará su teoría de naciones proletarias. El hijo del herrero Mussolini, hasta entonces uno de los líderes de la izquierda socialista, sobre quien Sorel tuvo reconocida influencia, se había situado dentro del Partido Socialista Italiano, en posiciones muy próximas a las del sindicalismo revolucionario, condenando el reformismo del PSI y de la Confederación laboral, instalados en las instituciones. Mussolini defiende el espontaneísmo revolucionario de las masas, la autonomía sindical y la huelga general revolucionaria. Lenin había dicho que era el único marxista serio que había en Italia.

Tercera vía

Con todo ello, en Italia abren la tercera vía entre las dos concepciones totales del hombre y la sociedad que son el liberalismo y el marxismo, ideologías presas del racionalismo donde se prescinde de la intuición y del sentimiento en favor de una imposible concepción matemática de las ciencias sociales. El discurso es radical, basado en el poder de los sindicatos pero repudiando el carácter meramente reivindicativo de estos y su domesticación por el socialismo parlamentario. Los sindicalistas nacionales repudian los pactos y acuerdos con la burguesía, así como el sistema de dominio del liberalismo democratizado: el parlamentarismo.
En 1920, enmarcadas en las huelgas y ocupaciones de Italia septentrional, los nacionalsindicalistas exigen la autogestión de la industria. El primer ministro Giolitti reconoce el derecho de participación de los trabajadores en las empresas. El sindicalismo italiano obtiene así una victoria épica que describe de forma excelente el nacimiento de la ideología fascista.
Sorel asume la frase de Croce y afirma que el socialismo ha muerto cuando descubre, con amargura, que los fines y comportamientos del trabajador no difieren de aquellos de los burgueses. El carácter pactista del parlamentarismo liberal ha seducido a los partidos socialistas europeos y los sindicatos, animados por la acción directa y el mito de la huelga revolucionaria, o se amoldan o se separan radicalmente del socialismo parlamentario. Sorel se desentiende de las construcciones teóricas que anteceden a la acción; él cree en el hecho revolucionario. Abandona el marxismo cuando la socialdemocracia se domestica en los parlamentos y da su posterior adhesión a los procesos de revolución nacional que sacuden Europa.
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