Vergonzante
Nos miran con antipatía. Cada vez con más antipatía. Si esto sigue así llegará la prohibición. Que está ahí. Llamando a la puerta. Sé que soy yo contra el mundo. Y que es una batalla perdida. Pero como buen español soy rebelde, un poco quijote, y encuentro que una gran parte de la grandeza de la vida es defender causas perdidas
Cazadores con chalecos fluorescentes
Queridos incautos: Nos abruman tiempos de tribulaciones y crisis morales. Esta gigantesca ola que se nos viene encima. Una pedriza de miserias, que nos pega por todos lados, y que nos atormenta todos los días. Miro hacia atrás en busca del sosiego de la nostalgia. Echo de menos la libertad. Aquellos pueblos luminosos de bares con ventanas empañadas de vaho. Con el suelo de la barra lleno de servilletas arrugadas y huesos de aceituna. De cafés y sol y sombra. De gentes fumando y gritando. Con monos azules y muchos con boina. Aquella España de quinielas y loterías, de fútbol y más fútbol, del «Un, dos, tres…» Y del «esta ronda la pago yo».
Una cierta amargura me da en acabar aceptando que sí. Que nos han engañado. La España que conocí era más feliz. La gente tenía ilusión de vivir. De trabajar… De comprarse una casa… de fundar una familia. Las mujeres estaban orgullosas de serlo. Eran más que respetadas, idolatradas. Dirigían la familia. Teníamos un código penal acorde a la ley natural. Y había una gran seguridad.
Los jóvenes tendrían menos estudios, pero trabajo y futuro. Algo macarras. Con melenilla y pantalón apretado. Arrogantes y pendencieros. Con un 1430 lleno de pegatinas. Pero desprendidos y generosos. Podías confiar en ellos. Aunque fueran furtivos por rebeldía. De los de sábado por la noche después de la discoteca.
Hoy todo son torvas miradas y tatuajes. Las chicas jóvenes no sé muy bien si van vestidas entre brujas o amigas de ministros socialistas. Ellos, llenos de trencitas y pendientes, son la imagen de la desidia la pereza y la holganza. Y encima presumen de ello. Lo llaman progreso.
Por eso miro con nostalgia al pasado. El ir vestido de colorines, siempre ha sido un castigo. A muchos condenados se les ponía pena de san Benito. Se subían en un burro con un capirote amarillo. A veces montado al revés. Y la gente se burlaba. El amarillo era el color de la ignominia. Amarillas eran las estrellas que obligaban a coser en sus ropas a los judíos.
Yo veo lo de ir de naranja como vergonzante. Si…si…si… Es innegable. reconozco que es más seguro. Y que muchas veces es conveniente. Y que en el sombrero ayuda mucho. Además, hoy llevarlo es también defender una posición, unos valores… Pero de ahí a que sea obligatorio el chaleco…
Si no quieres tener un accidente no te subas a un coche. Un coche que según te subes empieza a pitar porque ya estás «incumpliendo la ley» por el cinturón. Que pita por los límites de velocidad que son excesivos. Basta conducir en Alemania para recordar lo que fuimos cuando no había tantos melindres. Los triángulos por si pinchas. La silla de bebé, para adelante o para detrás según la edad. La rejilla para los perros que ahora van atrás y antes a nuestros pies. (Ni yo ni muchos de vosotros viajamos nunca así… y aquí estamos)
Echo los trastos al coche y miro el maldito chaleco. Yo lo llevo escondido en el morral. Solo lo saco para el cumplimiento. Que como todos sabéis es «cumplo» y «miento» Porque me siento como un preso de Guantánamo. O como decía un amigo alemán cuando, asqueado, se lo ponía «And now we go to pick up the garbage» (y ahora vamos a recoger la basura).
Miro para atrás. Nadie se vestía de colorines. Y se cazaba más. Gentes de jersey verde y pantalón de pana. Como mucho un traje de agua y las botas de goma. ¿Que había accidentes? Pues claro. El que tenga miedo, que se quede en casa.
Los datos son confusos. Se estiman unos 150 accidentes de caza al año. Mortales unos 15. Hay 4.000 suicidios. Y no por ello cegamos las ventanas. Hay unos 6.000 esquiadores que se rompen las piernas esquiando y no cerramos las pistas. Casi 300 personas se ahogan en las playas. Nadie se plantea obligar a todos los bañistas a llevar flotador.
Estos tiempos turbios lo son del manejo de la información, y de la «desinformación». Nos están invadiendo. Es todo subliminal. No nos damos cuenta: El vestir de naranja es vergonzante. Voy a hacer una caricatura: entramos así vestidos a un bar, pongamos, de aficionados a la petanca. En una ciudad. Pongamos Pontevedra. Los de la mesa del fondo nos miran con algo de curiosidad, mantienen un ademán indiferente, pero no pueden ocultar en sus ojos un rictus de antipatía si no de desprecio. Se asocia con que vas a practicar una actividad de riesgo. Lo que significa que eres tan idiota, porque tus caprichos se imponen al sentido común. Sugiere que tus compañeros son unos tipos peligrosos. Que son tan insensatos que, por pegar un tiro a un cochino, te lo pueden pegar a ti. Y peor aún, se lo pueden pegar a ellos. Se presupone que somos imprudentes y agresivos.
En mis tiempos, de naranja iba solo el del butano. Orgullosos y cargados de leyendas urbanas
Y encima está el vergonzante estigma localista de ser «uno de ciudad» que viene a disfrutar matando a nuestros pobres animales, y se gasta una pasta en ello. Encima trae uno de esos todoterrenos que valen una fortuna y consumen muchísimo, en vez de comprarse un coche eléctrico para salvar al planeta. Y todo esto, sin ser gentes del campo a tiempo completo. Los guardas que viven en el campo no van de naranja por sí un cazador les pega un tiro. Los vaqueros, los agricultores van de verde, o de mono azul de toda la vida. No van de naranja. En mis tiempos, de naranja iba solo el del butano. Orgullosos y cargados de leyendas urbanas.
Resumen: Nos miran con antipatía. Cada vez con más antipatía. Si esto sigue así llegará la prohibición. Que está ahí. Llamando a la puerta. Sé que soy yo contra el mundo. Y que es una batalla perdida. Pero como buen español soy rebelde, un poco quijote, y encuentro que una gran parte de la grandeza de la vida es defender causas perdidas.
Que me paren el mundo que me bajo.
El conde de Teba, Jaime Patiño Mitjans, es arquitecto y ganadero