De tiros largos

Miro mis cuernas colgadas. Bien llamados trofeos pues me recuerdan mi vida. Etapas, gentes, esfuerzos, paisajes. Mis gentes. Miradas. De cuando la gente miraba sin apartar la vista. Una época que no alcanzan a entender los que han cazado siempre abrigados con un forro polar

Celebración de una partida de caza por un grupo de cazadores en un pueblo de España, en 1959

Celebración de una partida de caza por un grupo de cazadores en un pueblo de España, en 1959Europa Press

Nacer es comenzar a morir. La muerte es el momento más solemne de la vida. Una buena muerte redime una mala vida, como el buen ladrón en la cruz.

Lo primero que me enseñaron mis mayores fue que, en la muerte, el supremo desenlace de la caza, hay una regla principal y anterior a todas: jamás hacer sufrir.

Queridos incautos: La guerra perdió su grandeza épica, cuando dejamos de ver el terror en los ojos del enemigo al luchar. De igual manera, la caza empezó a perderla cuando se disfruta más los disparos que la persecución y el artificio. La caza, aun siendo maestra de vida y de virtudes marciales, no es la guerra. ¿Quién caza? ¿Una máquina o un hombre? ¿Se trata de cazar o de abatir? Los tiros largos son un reto personal pero también pueden ser un peligro colectivo. Y una crueldad innecesaria para el animal herido.

Aprovecho para recordaos, pues seguro ya lo sabéis, que la expresión «de tiros largos» asociados a la pompa y la elegancia cuando vamos de boda, proviene de los tiros del coche de caballos. Innecesarios en la ciudad, cuantos más caballos, más lujo. Los carruajes curiosamente fueron perseguidos por nuestros Monarcas. Felipe II y Felipe III que prohibieron las sedas y la plata. Posteriormente limitaron el número de caballos, según el escalafón social. Hasta un máximo de seis. Por encima solo el Rey.

Luego, se establecería un lugar especial para pasear ociosa y ostentosamente en carruajes: el Paseo del Prado. Del cual criticaría mí admirado conde de Villamediana, que allá por nuestro siglo de oro lanzaba este dardo: «Llego a Madrid y no conozco el Prado, y no lo desconozco por olvido, sino porque me consta que es pisado por muchos que debiera ser pacido».

Lejos de las carretas y muchos siglos atrás, cuenta la leyenda que en Bizancio, el Emperador Justiniano regalaba un coto de caza como recompensa a sus más importantes y fieles ministros. Y, en consecuencia, para demostrar su estatus éste colgaba una cabeza con grandes cuernos sobre la puerta de su palacio. Lo malo es que el Emperador, a veces se empeñaba en honrar aún más al acólito durmiendo con su esposa. El pueblo se burlaba de los que tenían puestos los cuernos. Y desde entonces la expresión hasta hoy perdura.

Miro mis cuernas colgadas. Bien llamados trofeos pues me recuerdan mi vida. Etapas, gentes, esfuerzos, paisajes. Mis gentes. Miradas. De cuando la gente miraba sin apartar la vista. Una época que no alcanzan a entender los que han cazado siempre abrigados con un forro polar. La del modesto anorak ese que empezaba a incorporar el no muy lejano invento de la cremallera. Y los abrigos de lana lavada. Las trencas. Las que cuando soplaba la ventisca te ponías periódicos debajo. Esas prendas que exasperaban a mi padre. «Niño no te pongas eso que hace ruido. ¡Aguanta como un hombre!».

Por culpa del anteojo, se desbarataban las carreras naturales, que los bichos no rompían, que no entraban a sus querencias, que se perdía la emoción de cazar

Todos tiraban con express o con escopeta. Entonces empezó a aparecer el anteojo. Ese que algunos llaman mira. A mi abuelo no le gustaban nada. Decía que, por culpa del anteojo, se desbarataban las carreras naturales, que los bichos no rompían, que no entraban a sus querencias, que se perdía la emoción de cazar, que era sobre todo vencer a un animal que siempre cuenta con mejores sentidos, con el arte del engaño para que te entre y tirarlo cerca. Esa es la emoción. Y sobre todo lo peor, dejar reses heridas. No le faltaba razón. Y así lo viví.

Los tiempos modernos han traído adelantos militares. Anteojos potentísimos con enorme claridad, torretas, variadores, y para el suelo sillas giratorias y trípodes. Y últimamente, los nocturnos y los térmicos.

Me llegó un tipo realmente encantador. Me cuenta que le apasiona recechar por la noche con esos artilugios. La verdad es que me creó un problema enorme de conciencia. Primero porque a mí, personalmente, no me puede espeluznar más el asunto. Me acordé de lo que atribuyen a Voltaire: «¡Qué abominable injusticia perseguir a un hombre por tan ligera bagatela! Desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo».

Son mis prejuicios. En el fondo gazmoñería trasnochada. Y encima quién soy yo para darle lecciones morales a un tipo estupendo y encantador. Él usaba así su tiempo libre. Noches de ronda y pasión. Una pasión tan leal como la mía. Él creía que era lo más de lo más. Así no matas las hembras… y no le faltaba razón. Y luego siempre, por encima de todo mi ánimo liberal. ¿Cómo expresarlo? Que cada uno haga lo que quiera. Prohibido prohibir. Más ahora que tanto nos prohíben… Está en su derecho, como también dijo Rousseau: «La igualdad no consiste en que todos sean iguales, sino en que todos tienen derecho a serlo cuando así lo deseen»

Me quede pensando en los tres dilemas que os vengo en plantear. ¿Qué debo defender?:

-¿Lo que está bien para mí? Que es convencimiento…
-¿Lo que está bien para los demás? Que es respeto…
-¿Si estoy convencido de que tengo razón, debo imponer mi manera de pensar? Que es pontificar…

Mis leyes son de tiempos y gentes que marcharon. Ya no están. Sones de viejas herraduras de la memoria sobre el empedrado del tiempo. De cuando iba al paso. Ahora galopo al tendido la vida en un caballo que me quiere descabalgar. Los fustazos de mi espíritu indomable le vuelven al tranco, pero cada vez se bota más. Pero voy subido en un solo caballo.

Soy de tiros cortos.

El conde de Teba es ganadero y arquitecto

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