Los piornales

Tras extenuante pastar, al marchar los pastores pegaban fuego a la sierra para alcanzar buenos pastos para el año siguiente. Arte hoy demonizada, que viendo la sabiduría de los antiguos y la hercúlea necedad de los de hoy, no estoy tan seguro de que fuera tan mala

Caballos salvajes en el monte, en España

Caballos salvajes en el monte, en EspañaEuropa Press

Queridos incautos: Recuerdo con inmensa nostalgia aquellos recurrentes ojeos con mi padre en Prados. La familia Gutiérrez lleva generaciones con nosotros. Una relación perpetua, que nos une más fuerte que los lazos de sangre. Algunos desde el cielo, y hoy aquí, Eduardo a sus 80 sigue siendo la luz que ilumina mi camino.

Por aquellos días de finales de los 60, aquellos hermanos que acá nacieran llevaban la finca. No era trabajo. Era una forma de vida sin horarios ni obligaciones. Devoción compartida por la tierra, el ganado, y por cuidar de todo.

Años épicos, siempre a caballo. Mi gran pasión. No había caminos. Mi padre montaba al Júpiter. Un inmenso alazán rubísimo de paso largo y galope corto. Muy cómodo. Manso, pero con la boca más dura que jamás vi. Mejor no calentarlo, pues no paraba de ninguna manera.

Entonces había muy pocos árboles. Mis antepasados tuvieron ovejas. Desde hacía cuatro siglos el ganado llegaba trashumando desde Extremadura. Tras extenuante pastar, al marchar los pastores pegaban fuego a la sierra para alcanzar buenos pastos para el año siguiente. Arte hoy demonizada, que viendo la sabiduría de los antiguos y la hercúlea necedad de los de hoy, no estoy tan seguro de que fuera tan mala.

Pero acababan con los árboles, mi otra gran pasión. Me enorgullezco de haber intentado plantar casi medio millón. Y haber olivado los rebrotes de encima hasta lograr una cada vez más relevante masa arbórea, inexistente en mi juventud. Lo cual me convierte en un pésimo ejemplo pues evidencio el desastre y las carencias de la Administración.

En aquellos lejanos tiempos había ricos pastizales y mucho conejo, y consecuentemente águilas y zorros. Las praderas estaban salpicadas de pequeñas manchas de un par de hectáreas de monte bajo. Para que las vacas se guarezcan de los vientos. Piornales con zarzas de algún espino y bastantes majuelos.

Siempre armados. No sé qué parte era reminiscencia atávica, y que parte era película del Oeste. Una fascinante pistola del 22 atada en la montura. Y colgando en unas fundas de la guardia civil algún rifle, que en alguna ocasión se rompería la culata al resbalar en la nieve y caer el caballo encima.

Ángel y Eduardo con sus carabinas. También en fundas, aunque a veces en bandolera. Yo deseando cumplir los 10 años para alcanzar derecho a llevar arma propia. Solo me las prestaban ocasionalmente. Mi padre se adelantaba al trote por la pradera. Se bajaba y ataba el caballo. Se colocaba en un barranco haciendo tiro a un pequeño testero.

Tiraba mi padre una zorra o dos. Las apiolábamos atándoles las dos patas de atrás y bajaban colgadas de la montura. Preciosas, olían a montuno pero no era desagradable

Calculábamos y empezábamos a ojear. Entrábamos en mano 4 o 5 caballos. No dábamos voces pues podíamos espantar las zorras del siguiente ojeo. Navegábamos a caballo ese mar verde con cuidado pues los piornos eran densos y las patas de los caballos podían quedarse trabadas en las horquillas de las ramas bajas. Aunque eran muy hábiles. Cómo echo de menos aquellos tiempos sin lobos. Entonces las yeguas parían en el monte. Los potros desde pequeños conocían el terreno y no se asustaban de precipicios, de piedras de arroyos de nieves y mucho menos de vacas. Hoy crío potros abajo que tardan en subir… y nunca es lo mismo.

Tiraba mi padre una zorra o dos. Las apiolábamos atándoles las dos patas de atrás y bajaban colgadas de la montura. Preciosas, olían a montuno pero no era desagradable. Aunque en aquella época no valían remilgos. Al llegar abajo las desollaban. Las ponían en una cruz con las manos extendidas y otra más abajo para las patas. Quedaba muy tensa extendida y se untaba todo de sal. Cuando había 5 o 6 se llevaban a curtir. Y luego de apelaban similares para hacer unas preciosas mantas.

Un día de repente de un piornal surgió un animal fascinante. Un jabalí. Un cerdo salvaje. Una visión totalmente excepcional. Solían ser blancuzcos por cruzones con los cerdos domésticos que había por todas partes. No había casa sin matanza. Los jamones y chorizos eran la despensa anual.

Tras una carrera loca, consiguieron matarlo desde el caballo. Lo tiraban con una mano pues el jabalí iba muy cerca. Casi entre las patas de los caballos, muy nerviosos. Entre un bicho que nunca habían visto, los disparos y la carrera se iban botando y la cosa no era nada fácil. Cuando cayó fue apoteósico. Los caballos resoplaban y no se le acercaban.

Comenzó la segunda aventura. No lo destripamos pues iba a poner perdida la montura. Le metimos unos helechos por el tiro. El Niño, aquel tordo hispano muy alto de árabe de Ángel, estaba domadísimo. Le dejabas las riendas en el suelo y no se movía. Y solo con echar el cuerpo a un lado se volvía como una peonza. Todos los días arreando vacas. Muy domado, muy domado… pero ¡ay madre cuando le intentamos acercar el jabalí!

Le echamos una chaqueta a la cabeza para que no viera. Y con el viento de cara, para que no oliera, le acercamos por detrás el bicho. Lo montamos. Y lo atamos con ramales a la montura. Mi castaño el Carrero era tan manso que lo enganchaban a la carreta. Así que yo iba abriendo la marcha. Le quitaron la chaqueta de la cabeza. Y cuando el jabalí se movió un poco y le dio el aire al caballo empezó el rodeo. Saltos y brincos. Ángel en previsión había soltado una rienda para poder guardar prudente distancia. Después de unas buenas córcovas nos hicimos con él. Ángel a la grupa de Eduardo, llevando su caballo con la improvisada larguísima rienda. Mi padre a un lado y yo al otro. Y detrás los demás caballos.

Hora y media después alcanzamos el caserío. Todos a la carrera. Inmensa curiosidad. Nadie había visto un jabalí. Fotos sentados encima de él. Alegría inmensa. A la luz de improvisadas antorchas lo destripamos. Acabaría hecho chorizos.

Ninguno de los tantísimos jabalíes que vinieron después alcanzará jamás ese lugar de mi memoria. Cuando fuimos héroes.

  • El conde de Teba, Jaime Patiño Mitjans, es arquitecto y ganadero

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