Los patos

Las orillas estaban heladas. Escarcha en los juncos. Cargábamos las escopetas. Las latas de cartuchos, los remos, los señuelos de plástico. Rompíamos el hielo y allá íbamos. El olor a fango impregnaba todo. Ese que tanto me recuerda cuando pruebo el Sake, el licor japonés.

Caza de patos

Caza de patos en el pantano de Castrejón (Castilla-La Mancha)Cedida

Queridos incautos, el pantano de Castrejón había inundado en 1967 las tierras de Ventosilla. Previo a su construcción aterrizó un inmenso helicóptero militar en las afueras del jardín. Iban a sobrevolar la zona. Mi abuelo y mi padre montaron en él. Quedaba un sitio libre. Y allí salí corriendo y me subí. Los patos

Recuerdo un ruido ensordecedor. Y que al contarlo en el colegio nadie me creía. El disgusto monumental de mi abuelo al perder la vega, el corazón de la finca y los buenos ojeos de perdices, tuvo una compensación. La caza sería eternamente nuestra. Así fue hasta la llegada de los socialistas, que la prohibieron.

El pantano es para producir electricidad. Además de las turbinas de la presa, un canal conduce el agua varios kilómetros y conforma un gran salto produciendo mucha más. Aún anegado y con cada vez menos agua embalsada, el propósito sigue incólume.

El arrastre de sedimentos hace que una enorme parte de las aguas tengan menos de medio metro de profundidad y una enorme capa de fango. Y por tal aparecen y desaparecen islas de espadaña que son el paraíso para las acuáticas. Había temporadas de muchísimos miles de patos. Principalmente azulones. Que entraban a las siembras y los tirábamos en tierra. Pero lo divertido era la parafernalia del pantano.

Madrugábamos muchísimo. Salíamos de casa. Arrasada en la guerra, la arregló mi abuela parcialmente y como pudo, con retales. En nuestros cuartos en la torre nos metíamos en la cama con sacos de dormir, porque se llegaba a congelar el agua de la mesilla.

Salir afuera bajo la helada no era tanta diferencia. Nos recogía Pedro, el mejor guarda. El que tanto me enseñó. Fue mi maestro en todo. Algo malvado, desconfiado, siempre con sonrisa burlona, y el más pesimista del mundo. Nos conducía en el coche. Se iban posando delante de las luces engañapastores que es como llamamos a los chotacabras. Parecían heridos. Y si te bajabas, echaban otro vuelo corto, burlándose de ti. Llegábamos a la piragua.

Teníamos dos de aluminio. Mi abuelo y su medio hermano Pepito, marqués de Manzanedo, las compraron en abercrombie, una mítica tienda para safaris y cacerías que cambiaría su singladura hacia la moda.

Caza de patos en el pantano de Castrejón (Castilla-La Mancha)

Caza de patos en barca en el pantano de Castrejón (Castilla-La Mancha)Cedida

Las orillas estaban heladas. Escarcha en los juncos. Cargábamos las escopetas. Las latas de cartuchos, los remos, los señuelos de plástico. Rompíamos el hielo y allá íbamos. El olor a fango impregnaba todo. Ese que tanto me recuerda cuando pruebo el Sake, el licor japonés.

Todo era sigilo. Rápido y de noche cerrada. Los patos tienen una vista extraordinaria. Tirábamos los cimbeles, atados con una cuerda y con algún peso para que no se los llevara la corriente y lo más difícil, nos echábamos nosotros al agua. En la operación, metíamos agua en la piragua, y nos entraba también en nuestras altas botas de goma llenas de parches de bicicleta. Había que estar sobre una zona de espadaña, pisando las raíces para no hundirnos. Yo llevaba colgado al cuello un tubo con aspecto de acordeón que era un reclamo. Amainaba la oscuridad. No hay en la naturaleza espectáculo más sublime que la sinfonía del amanecer en el pantano.

Garzas, águilas ratoneras, milanos, gaviotas, ánsares, agachonas, espulgabueyes miles de patos. Siempre lejos. Y los inquietantes ruidos de las pollas de agua y de algún pez. Era el estallido de la naturaleza en todo su esplendor.

Con las primeras luces un aleteo de los patos y una silueta que parecían los aviones cazas que tomaron su forma de ellos

Luego llegaron los malditos cormoranes. Especie invasora que coloniza arrasando todo. Hoy ridículamente protegido en una de las tantísimas erróneas decisiones de quienes detentan el poder.

Con las primeras luces, un aleteo de los patos y una silueta que parecían los aviones cazas que tomaron su forma de ellos. Mi abuelo nos decía de jamás tirar los altos. Los patos son muy escamones. Si nos veían sonaba el aleteo «fuiu fuiu» y tiraban a toda velocidad para arriba.

Tirábamos unos pocos. Y unos cuantos chapuzones. Y siempre lamentando no haber estado cien metros más allá que parecía que entraban mejor. Al principio a mediodía, pero luego cada vez más temprano acudía el abuelo en el Land Rover. Le podía su temor a apurar demasiado los puestos. Para él lo máximo era tener caza. Mucho más que cazarla.

Abría la puerta y salía su espectacular labrador «Alex» que era como una pantera negra. Con su silbato, gorra, garrota, su andar siempre marcial y su voz de trueno preguntaba cuántos. Y siempre me avergonzaba. Mi resultado siempre me parecía deficiente. El drama de tener una familia de mitos con la escopeta.

Pedro volvía con la piragua, la apoyaba en la espadaña y la complicada operación de subirnos. Una vez con todo empezábamos a cobrar.

¿Cuántos has matado? 12 patos y 4 zarcetas. Su amplia sonrisa sarcástica y malévola: «Buenooooo ¡bolo! pero si tenías que haber matado muchos más.» Iba riéndose para adentro mientras remando cobrábamos. Los pitidos del silbato del abuelo y el Alex como una máquina. Le traía patos como una locomotora.

Íbamos a recoger al siguiente. La misma operación. Y entre medias uno que pasa algo largo. Dos tiros y fallo. «Buenooo… ese tu abuelo lo había achicharrado. Qué malo eres.»

Ya cargados de la letanía del santo reproche, empezábamos a mover la barca. A Pedro le daba terror, pues no sabía nadar. Era nuestra forma de venganza.

En casa, los ordenábamos al lado de la entrada. Rápidamente, a un baño para entrar en calor. Descalzos por el eterno pasillo, las botas fuera, llenas de agua. La ropa empapada y nosotros sucísimos

Luego los examinábamos. Siempre había alguno raro… zarcetas, rabudos, silbones… esperábamos ansiosos la migración. Era como un hotel. Había que quitar algunos azulones para que hubiera sitio para los más frágiles. Los migratorios.

Mientras limpiábamos las escopetas, recordábamos todo. Por dónde entraban, y que la próxima vez había que ponerse unos metros más a poniente. Y a pesar de estar en la gloria, siempre rabiábamos por no adelantar más al pato de la barca para que Pedro no se riera.

  • El conde de Teba, Jaime Patiño Mitjans, es arquitecto y ganadero

Temas

comentarios
tracking

Compartir

Herramientas