Mauricio García Villegas: «Los latinoamericanos somos españoles del Barroco»
Populismo, contrastes agudos, violencia, polarización. Algunas de las notas que parecen definir a Hispanoamérica. De ello y del significado de «madre patria» que desde allá se aplica a España platicamos con Mauricio García Villegas, autor de El viejo malestar del Nuevo Mundo
El colombiano Mauricio García Villegas –doctor en Ciencia Política por la Universidad Católica de Lovaina y profesor en la Universidad Nacional de Colombia– procede de Manizales, considerada la «capital cafetera» de su país. ¿Se puede entender Colombia sin el café, un producto traído por los españoles? ¿El azúcar de caña y el ron, la gallina y las cabras no son una de las muchas herencias hispanas en esas tierras? Un continente de hibridación, de mestizaje que aún presenta disonancias y disfunciones. De ello habla García Villegas en su recién editado El viejo malestar del Nuevo Mundo (Ariel, Planeta). De siglos de historia que incluyen el diferente gobierno de Austrias y de Borbones, y también de caudillismo, mesianismos, de «viveza criolla» –«el vivo vive del zonzo, y el zonzo de su trabajo»–, de pesares y «emociones tristes». Aunque García Villegas no es fatalista: la solución a los problemas de la América española está en las manos y el talento de los propios americanos.
–El título de su libro habla de «emociones tristes» ¿Hay también emociones alegres o, como dice usted, amables?
–Este concepto de las emociones tristes no es un invento mío, sino de Spinoza. Él decía que había ciertas emociones que apocaban a las personas y les impiden florecer, como la ira, la envidia, el odio, el miedo, el resentimiento, la venganza. No se trata de que América Latina sólo tenga emociones tristes, pues todos los países tienen emociones tristes. Yo habría podido escribir un libro sobre las emociones tristes de Francia, que es un país que conozco relativamente, o más fácil aún, sobre las emociones tristes de los Estados Unidos. La hipótesis que desarrollo es que esas emociones tristes han malogrado buena parte de los proyectos y de las esperanzas que ha tenido América Latina a lo largo de la historia.
–¿La experiencia española en América ha remarcado un carácter triste, apocado?
–No se sabe si el mundo precolombino, si los aztecas, por ejemplo, o los mayas, tenían una actitud triste, una vida triste. Pero tristeza sí hay mucha con la Conquista, la cual produjo un desbarajuste tremendo, una catástrofe en el mundo precolombino. Y no tanto por las armas de los conquistadores, sino, sobre todo, por las enfermedades, los virus, como la viruela, por ejemplo, que mató más indígenas que cualquier guerra. A partir de ahí sí empieza a haber mucha tristeza, aunque las tristezas de América Latina no provienen exclusivamente de España, ni mucho menos. Muchas tristezas provienen de los mismos latinoamericanos.
‘Contrastes’ es una palabra que refleja bien lo que es Colombia y también lo que es América Latina
–¿Existe una cierta «memoria histórica» o relato que proyecte en ese pasado español algunos de los problemas, disfunciones o disonancias actuales? ¿El problema de América es «que nos conquistaron los españoles»?
–Sí, pero es una simplificación tremenda que viene de hace muchísimos años y que se ha acentuado ahora con el derrumbe de estatuas. Existen dos versiones sobre la conquista: la Leyenda Negra y la Leyenda Dorada. Según la Leyenda Dorada, todo lo que llegó a América de España es bueno, no solamente la religión y la lengua, sino que todo cuanto hicieron los españoles fue inspirado en la benevolencia. Eso es una simplificación tan grande como la opuesta, como decir que los españoles fueron allá por el oro, por las indígenas, por la tierra.
–Podemos definir América como un lugar evidentemente mestizo en todos los aspectos. Usted la define como un lugar de contrastes al que le falta síntesis.
–Hace años que alguien me preguntó, aquí en Europa, si yo podía definir a Colombia en una sola palabra. Y yo escogí la palabra «contrastes», que refleja bien lo que es Colombia y también lo que es América Latina. Tenemos contrastes en términos políticos, en términos sociales. Un mundo muy premoderno que todavía se parece mucho a lo que era América Latina hace dos, tres, cuatro o incluso cinco siglos. Pero también tenemos una parte de América Latina que es moderna, totalmente conectada con el mundo desarrollado. En América Latina tenemos un pasado indígena muy fuerte, y al mismo tiempo hay un pasado occidental también muy fuerte. Son contrastes que se reflejan en el mundo político, entre la izquierda y la derecha, y que generan polarización. En América Latina pasamos con mucha facilidad de una situación anómica en donde el Estado no funciona bien –ni tiene capacidad para regular los comportamientos–, a un despotismo que intenta imponer el orden a patadas. Y no logramos ninguna síntesis; siempre pasamos de un contraste al otro, sin lograr algo intermedio, moderado, que nos conduciría al progreso.
–Usted comenta que uno de los problemas, cuando se alcanza la emancipación, la independencia con respecto de España, es la ausencia de Estados fuertes.
–Uno de los problemas que tienen todos los países de América Latina es que nunca se controlaron bien las fronteras. De modo que hay toda una tradición de abandono de la periferia. Y surgen problemas de guerrilla, de narcotráfico, de mafias. Y, con la idea de «construir Estado», para atajar estos problemas, se entiende que hay que enviar al ejército o a la policía. Yo entiendo otra cosa completamente distinta. Yo hablo de construir estado desde la base, creando escuelas, hospitales, carreteras e infraestructura, y una burocracia que opere, no una burocracia clientelar y ligada a los partidos políticos. Un poder legítimo, no un poder despótico.
Derechas e izquierdas han querido bajar el cielo con las manos y construir un paraíso en la tierra
–¿Ese concepto de periferias se manifiesta todavía hoy en las diferencias entre lo rural y lo urbano?
–Sí, eso es muy latinoamericano. Contrastes no solamente entre lo urbano y lo rural, sino en el interior de lo urbano. Las sociedades muchas veces están divididas entre una zona donde el Estado tiene presencia, y otras partes marginadas, en donde la delincuencia domina los comportamientos sociales. En esas zonas periféricas el Estado es incapaz de hacer de cumplir sus tareas esenciales, que son básicamente dos: cobrar impuestos y proteger la vida. Tampoco cumple con la tarea de educar bien. Una de las cosas más dramáticas en América Latina es la diferencia entre la calidad de la educación que el Estado presta en la periferia y en las grandes ciudades.
–A lo largo del siglo XXI se ha producido una regresión, algo impensable en 1990. ¿Cómo interpreta este proceso?
–Hay mucha incertidumbre. Parece que hay una tendencia de regreso al populismo, un fenómeno que siempre estuvo muy presente en América Latina.
–¿Tiene esto algo que ver con una de las ideas de su libro, la disonancia entre los ideales y la realidad?
–Sí, el libro tiene un capítulo sobre el delirio, que es una emoción muy presente en América Latina. Cuando los conquistadores llegaron a América, quedaron deslumbrados por la exuberancia de la naturaleza, por los animales, por las plantas. Quedaron deslumbrados por los pueblos indígenas, por las indias que se paseaban desnudas. Aquello despertó una imaginación muy grande. Basta con ver los textos de Cervantes o de Calderón de la Barca, donde se nota esa idea de confusión entre la realidad y el sueño, de no saber si se está soñando o se está viviendo. Eso se acentúa en América Latina. Y por eso la literatura es tan maravillosa en América Latina, porque el delirio y la imaginación desbordada siempre han estado muy presentes. El gran problema es que la política imita a la literatura y se pretende construir un paraíso en la tierra. Por eso, en América Latina muchos de los presidentes y políticos han sido poetas, escritores, novelistas. Lo cual muestra la falta de fronteras claras entre el mundo de la imaginación, la utopía, la ficción y el mundo de la política. Ambos lados del espectro político –derechas e izquierdas– han querido bajar el cielo con las manos y construir un paraíso en la tierra. Y esto conduce al fracaso, al dogmatismo y al autoritarismo. Hay falta de pragmatismo, de mesura, de paciencia, porque las sociedades no se pueden construir de un día para otro, y se necesita que los gobiernos tengan un proyecto común para lograr transformaciones realmente perdurables.
Los caudillos latinoamericanos son líderes que se parecen al Quijote, pero carecen del talento del Quijote
–¿Esto explica la fascinación, el magnetismo mundial de los líderes americanos, como Fidel Castro, el Che Guevara, Hugo Chávez, Perón, Evita?
–Buena parte de la fascinación de los políticos latinoamericanos viene de esa personalización del poder, con líderes que se parecen al Quijote, pero que carecen del talento del Quijote. Muchos han sido unos patanes, pero han arrastrado a las masas. Alain Touraine, un gran politólogo francés, escribió un libro sobre América Latina que se llama La parole et le sang «La palabra y la sangre» [editado en España con el título América Latina: política y sociedad] y que muestra justamente esa unión entre la literatura y la sangre, entre la violencia y la imaginación, y la importancia del populismo. Es cierto que la política necesita de una parte de pasión. Se necesitan emociones y pasiones, pero también reglas del juego. Y una sociedad funciona bien cuando logra un equilibrio, que no siempre es fácil, entre esos dos elementos, entre emociones y reglas.
–En el libro usted comenta que la referencia a España como madre patria a veces debe interpretarse como la distancia de un adolescente hacia una madre por la que ya no siente tanto cariño.
–Cuando era adolescente, mi padre malquería España por razones muy específicas; en Colombia había habido una guerra civil, y entre los conservadores católicos había franquistas o simpatizantes del franquismo. Él odiaba los toros, y por esas razones y otras, sobre todo por la razón religiosa, mi padre siempre me aconsejó dejar España de lado y concentrarme en los Estados Unidos y en Francia. Yo hice eso durante algunos años, pero después me empecé a dar cuenta de que era una tarea imposible. Porque nosotros no podemos desligarnos de España, somos españoles. Somos españoles del Barroco. Nosotros somos más españoles del Barroco que los españoles actuales. Incluso somos más españoles de la España del siglo XIX que la España de hoy. Nosotros nunca hemos logrado esa independencia de aquel pasado colonial. Nos parecemos más a ese mundo, a esa España de aquella época, que los españoles actuales.