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26 de abril de 2024

El antiespecismo es una corriente radicalmente antihumanista

El antiespecismo es una corriente radicalmente antihumanistaUnsplash

Miserias del antiespecismo

He aquí el núcleo de la ideología antiespecista: el borrado de la frontera entre humanos y animales

En el pasado, los humanistas situaban al hombre y su desarrollo por encima de todo. Hoy, los progresistas ya no aman al Hombre sino que, por el contrario, lo desprecian y menosprecian.
Lenta pero inexorablemente, hemos entrado en el siglo del antiespecismo.
Fue al tropezarme con una entrevista a Hugo Clément, el célebre militante antiespecista, concedida en France 5, cuando pude percibir todo su alcance.
No cabe duda de que la entrevista es instructiva: no porque esté de acuerdo con lo que en ella se sostiene, sino porque recoge todos los tópicos actuales sobre la relación entre el Hombre y la Naturaleza.

Del «animal social» a la «sociedad animal»

A modo de recordatorio, el «antiespecismo» es una corriente política que lucha contra la «discriminación» de las especies animales por parte de los humanos y la preferencia otorgada a éstos sobre otras formas de vida. Por el contrario, el «especismo» atribuye superioridad a los humanos sobre los animales, superioridad que se manifiesta en derechos y deberes no recíprocos de los primeros hacia los segundos.
La retórica antiespecista utiliza los mismos códigos que la causa antirracista o la lucha contra el sexismo: victimología, análisis de la sociedad en términos de un maniqueísmo de opresores y oprimidos, igualitarismo a ultranza...
Sin embargo, hay una diferencia significativa con estas ideologías: a diferencia de estas últimas, el antiespecismo es una corriente radicalmente antihumanista.
Lo que todavía aparecía, hace diez años, como una doctrina radical, incluso delirante, propia de militantes marginales, tiende a convertirse en el pensamiento corriente de la generación más joven.
Durante su entrevista, Hugo Clément puede desplegar su discurso antihumanista bajo la mirada conquistada de los presentadores sin que nadie encuentre nada que oponerle.
Recientemente, un presentador televisivo explicaba sin pudor que, ante una casa en llamas y la elección de salvar a su perro o a un bebé desconocido, elegiría al perro sin dudarlo. En el mismo programa, a raíz del caso del gato desgraciadamente aplastado por un tren, algunas personas justificaron su indignación estableciendo un dudoso paralelismo entre el caso del felino y la hipótesis de un niño aplastado.
Esta equivalencia entre el hombre y el animal es el estribillo de la música antiespecista que suena ahora en muchos medios de comunicación influyentes.
Hasta el punto de que muchas personas se avergüenzan ahora de pertenecer a la especie humana.
No comparto este sentimiento de culpa y lucho contra él. Por eso he intentado responder, punto por punto, a los argumentos expuestos por Clément en la entrevista citada.

Humanos… contra todo pronóstico

Extracto de la entrevista: «Usted habla de los monos, tendríamos al menos un 96 % de ADN en común (...) Si estamos tan cerca biológicamente, ¿cómo justificamos esta superioridad frente a los animales?».
La respuesta de Hugo Clément: «Porque para justificar nuestra superioridad, elegimos los criterios que nos convienen».
He aquí el núcleo de la ideología antiespecista: el borrado de la frontera entre humanos y animales.
Hasta el punto de que algunos antiespecistas radicales ya no dicen «animales», sino «animales no humanos», para subrayar que el ser humano no es más que un animal entre otros.
Estos activistas basan sus afirmaciones en una serie de descubrimientos recientes.
Desde un punto de vista puramente científico, es cierto que se han observado en otras especies comportamientos que antes se consideraban humanos. Ahora sabemos que los cuervos y los pulpos pueden fabricar herramientas, que algunas aves tienen un lenguaje articulado, que los elefantes pueden contar hasta cierto punto.
Sin duda, los humanos tenemos que acercarnos al mundo que nos rodea con humildad porque estamos lejos de comprender y dominar la totalidad de nuestro entorno. Sólo hemos explorado el 5 % de los océanos, que representan el 70 % de la superficie de nuestro planeta. No hemos excavado más de 12 km en la corteza terrestre (es decir, el 0,19 % de la profundidad del globo) y el funcionamiento molecular de una semilla de cereal sigue siendo demasiado complejo para las capacidades de modelización matemática de nuestros ordenadores.
Sin embargo, los elementos aducidos para justificar la ausencia de frontera entre el hombre y los animales son muy discutibles.
Es cierto que los humanos comparten el 96 % de su ADN con los monos, e incluso el 98,79 % con los chimpancés, pero también están próximos en un 98,5 % a los delfines, en un 75 % a los ratones y en un 70 % a las babosas.
«Dicho esto, conviene recordar que también compartimos el 50 % de nuestro ADN con los plátanos y eso no significa que seamos mitad plátano. Así que hay límites a lo que la genética puede decirnos sobre lo que significa ser humano», recordaba en 2002 el genetista británico Steve Jones.
Este argumento del ADN compartido no significa gran cosa, sobre todo porque se basa en una omisión: este porcentaje sólo afecta a los llamados genes codificantes, es decir, el 1,5 % de nuestro genoma total, que controlan la síntesis de proteínas. Compartimos con el chimpancé el 98,79 % del 1,5 % de nuestros genes... Esto relativiza nuestra proximidad.
Además, numerosos estudios han puesto de manifiesto diferencias significativas entre el cerebro humano y el de los animales, e incluso entre el de los simios y el de los humanos, en términos de tamaño, densidad neuronal y funcionamiento del córtex prefrontal.
De hecho, es innegable que el Hombre ha desarrollado capacidades singulares que no se observan en ningún otro animal: la búsqueda de la espiritualidad, la sensibilidad artística, la conciencia moral o simplemente el libre albedrío. El hombre escribe, el hombre filosofa, el hombre persigue ideales, a veces hasta el sacrificio final. El hombre se inscribe en el tiempo, pasado, presente, futuro y se esfuerza por transmitir la memoria de su pasado.
La aprehensión y la comprensión de la muerte también parecen ser una singularidad humana. Y si se han observado formas de ritos funerarios en ciertas especies, sobre todo en los primates, no hay hoy ninguna prueba de que sean conscientes de la finitud ligada a la mortalidad.
Por último, la última ironía es que cuando la civilización europea, desmoronándose bajo el peso de sus logros milenarios, empieza a dudar de sí misma, lo hace inventando el antiespecismo olvidando lo evidente: el sentido de la responsabilidad hacia las demás especies es el puro resultado de nuestra humanidad.
Desarrollamos leyes y organizaciones para proteger a las ballenas porque sufriríamos al vernos privados de su majestuosidad, de sus cantos hechizantes, de su compañía en alta mar.
Pero lo contrario no podría ser cierto.
Saint-Exupéry lo definió así: «Ser Hombre es precisamente ser responsable».

Conciencia y libertad

Hugo Clément: «Decimos que porque sabemos ir al espacio, construyendo cohetes, porque sabemos fabricar bombas nucleares, capaces de matar a millones de personas, somos más inteligentes. Pero la pregunta es: ¿es esto una prueba de inteligencia?».
Hugo Clément descarta de plano los productos tecnológicos de la ingeniería humana. Como si saber construir cohetes, centrales nucleares o, más sencillamente, dominar el fuego, no fueran razones suficientes para considerar al Hombre superior a los animales.
Sin embargo, es efectivamente la capacidad de razonamiento complejo del hombre la que introduce una diferencia de naturaleza (y no de grado) entre el mundo humano y el mundo animal.
Nuestras capacidades cognitivas son desproporcionadas con respecto a las de las demás especies y esto explica que el hombre domine hoy la cadena de la vida.
Hugo Clément no define la inteligencia por las capacidades cognitivas sino por la finalidad, el objetivo, al que se destina esta inteligencia. Según él, el animal es superior porque no hace el mal.
Se trata, pues, de una consideración moral: pero, recordémoslo, lo que hace superior al hombre no es tanto que haga más el bien o el mal que los animales, sino que sea capaz de distinguir entre ambos y elegir hacer uno u otro. Es lo que comúnmente se conoce como libre albedrío.
Una vez más, aparece la ironía: al moralizar al animal, Hugo Clément proyecta su propia humanidad sobre seres intrínsecamente ajenos a esta noción.
Es probable que el hombre elija la dificultad del bien frente a la facilidad del mal, mientras que el instinto elegirá siempre el camino más corto hacia la supervivencia.
Más allá de estas consideraciones filosóficas, recordemos que el ser humano no tiene el monopolio de la violencia, la crueldad e incluso la tortura.
Para convencerse de ello, basta con observar a un gato jugando con su presa moribunda durante horas y horas o presenciar el ataque asesino de un león que busca reproducirse a los cachorros que no ha engendrado.
En cambio, si el hombre tiene un monopolio, es el de la vergüenza y la culpa.
Además, la ideología antiespecista ignora la extrema violencia de la cadena alimentaria. Se trata de un sistema en el que las presas luchan, sufren y mueren con menos consideración que en los mataderos, donde el hombre intenta, a pesar de todo, reducir el estrés y el sufrimiento de los animales, aunque pueda haber mucho por mejorar.
¿Es esto bueno o malo? Poco importa cuál sea la respuesta: esta pregunta es humana, y solo humana.

La inteligencia del Hombre

«¿Es que la inteligencia de una especie o de un individuo no es ante todo adaptarse a una situación o sobrevivir gracias a la evolución? Y si tomamos este prisma, la especie humana no es necesariamente una de las especies más inteligentes, ya que ponemos nuestro ingenio y nuestras capacidades cognitivas al servicio de la autodestrucción».
Este pensamiento es a la vez simplista e inexacto.
En primer lugar, el Hombre es consciente de este riesgo de autodestrucción y esta conciencia le es incluso específica.
«Ahora me he convertido en la Muerte, la destructora de mundos», se lamentaba Robert Oppenheimer, el genial físico que contribuyó al desarrollo de la bomba nuclear, ante la demostración del poder destructor del átomo.
La humanidad ya utiliza su inteligencia y su energía para reducir su impacto sobre el medio ambiente y se impone límites, a veces en detrimento de su comodidad o de su expansión.
A fuerza de diplomacia, innovaciones médicas y opciones políticas, la humanidad nunca en su historia ha conseguido luchar tan eficazmente contra la guerra, el hambre o las epidemias como ahora. La mortalidad infantil mundial nunca ha sido tan baja, inferior al 5 %. Por supuesto, sigue habiendo pobreza, desnutrición y conflictos, pero no es cierto que el hombre se revuelque en su propia autodestrucción.
La particularidad de la especie humana es su voluntad de escapar del determinismo. En eso consiste la política: en crear las condiciones para la emancipación y la libertad. Las organizaciones sociales del mundo animal, cualquiera que sea su nivel de desarrollo, no tienen otro objetivo que la supervivencia del grupo.
La búsqueda de la felicidad y la elevación del individuo son nociones puramente humanas.

La deriva de una ideología nefasta

«Si hay una especie invasora, ésa es la especie humana».
Este discurso antihumanista primario, que tiende a reducir al Hombre a una plaga, tendrá y está teniendo ya graves consecuencias.
Como explica el periodista Paul Sugy en su libro L'Extinction de l'Homme, le projet fou des antispécistes:
«Las ideas gobiernan el mundo, así que tengamos en cuenta que cuando renunciamos a la antropología clásica (la vocación del Hombre como guardián respetuoso de los seres vivos), estamos yendo hacia graves crisis que sacudirán nuestra humanidad y tendrán graves consecuencias».
Estas consecuencias no se han hecho esperar. La prueba está en el reflejo maltusiano de nuestras sociedades: en Francia, el 30 % de las mujeres en edad fértil se niegan a tener hijos por razones profesionales o ecológicas. Nunca ha habido tan pocos nacimientos en nuestro país desde 1945.
Esta concepción del Hombre como carente de dignidad propia y cuya vida no tiene más valor en sí misma que la de un colibrí o un panda, conducirá inevitablemente a graves derivas éticas en el futuro.
Es probable que, en nombre de la preservación de la naturaleza, prácticas monstruosas se conviertan en aceptables en nombre de una buena conciencia utópica.
Peter Singer, padre del antiespecismo, no duda en su libro Liberación animal en juzgar que a veces es más ético realizar experimentos científicos en seres humanos adultos discapacitados que en animales, o en defender el aborto postnatal, es decir, el infanticidio.
¿Por qué, en un mundo en el que los seres humanos no son más que plagas y no tienen ningún valor superior, habría de ser inaceptable la eutanasia de los enfermos?
Es significativo a este respecto constatar que al buscar las peticiones lanzadas en Internet sobre el tema, sólo dos tipos que contienen la palabra «eutanasia» aparecen en los resultados: peticiones que piden la extensión de la eutanasia para los humanos y las que piden su prohibición para los animales.
Consecuencia lógica: si defendemos el antiespecismo de forma coherente con la idea de una cohabitación igualitaria en nuestro planeta, tendremos que hacer desaparecer a la mayor parte de la humanidad o volver a la Edad de Piedra.
Es difícil imaginar un futuro más terrorífico.
Aunque nuestra preocupación por preservar la naturaleza y volver a conectar con ella es perfectamente legítima, debemos tener cuidado de que este amor por la flora y la fauna no se convierta en odio hacia los seres humanos.
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