¿Es Ripley buena o mala? La respuesta no la tiene el espectador, sino los espectadores en plural. En masa. Cuánta más masa mejor. Si un producto no atrae al público es un fracaso. Ese es el aparato de medición del presente. Los en este caso televidentes «gourmet» lo tienen difícil. Prácticamente imposible después de que una creación preciosista y pausada, con expectativas de clásico, de noir, de arte y de brillantez haya sido prácticamente abandonada por ese juez tan improbable: la masa.
Ripley no está hecha para las masas, pero las masas están hechas de individuos. Solo unos pocos se han quedado con la serie de Steven Zaillian. El pueblo no compra arte, pero Ripley es una obra fantástica, lenta, detallista, que en su homenaje a la literatura y al personaje de Patricia Highsmith lo retrata todo como si lo filmara la propia autora texana.
Es posible que Patricia estuviera orgullosa de esta versión de su gran personaje, lo cual dice mucho de los amantes delicados y poco, por desgracia, de la masa que prefiere usar su tiempo libre en artefactos cada vez más simples. Ripley hubiera sido una serie de éxito hace 15 o 20 años. Pero hoy se desvanece entre el ocio cada vez más rápido, más ansioso y ruidoso. Mejor para los silenciosos.
La paciencia ya no está hecha para la masa dominante, en la que antaño había rebeldes. Ahora todo marcha en ella casi sin fallos. Se diría que el fallo (o la inmensa suerte) es Ripley, 8 episodios de una exquisitez sin público que está ahí, casi como un milagro, para quien se quiera sentar y disfrutar, sin prisas y sin urgencias, del poliédrico arribista expuesto en imágenes con la elegancia contagiada de las páginas originales en todos sus detalles y más allá.
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