Louis Armstrong en 1960 en París
Louis Armstrong, el hombre que tocó la trompeta frente a la esfinge de los faraones en plena Guerra Fría
La inconfundible voz del artista y su virtuosismo con la trompeta lo han convertido en todo un icono cultural
Hoy, 4 de agosto, se cumplen 124 años del nacimiento de un genio, de un icono. Del hombre que revolucionó el jazz durante el siglo pasado. Louis Armstrong no es solo un músico. Su voz rasposa, que parece que pugna por agarrarse a un precipicio, y su virtuosismo con la trompeta le llevaron a ser uno de los iconos culturales más reconocibles de los últimos cien años.
El impacto de Armstrong en la música fue como un huracán. Durante más de medio siglo rompió los esquemas musicales con su presencia sobre el escenario y su innovación estilística.
Con él el jazz se elevó a arte grande desde sus humildes orígenes en Nueva Orleans. Convirtió una música marginal, característica de barrios pobres y segregados, en algo universal, capaz de emocionar a todo el mundo. Sus melodías alegres combinadas por su voz rasgada siguen sonando, en la actualidad, tan humanas como entonces.
Pero aparte de por su inconmensurable carrera musical, Armstrong es recordado por una imagen poderosa. Él, con su trompeta, con su arte, tocando para su mujer, Lucille, frente a la esfinge en Egipto.
El arquitecto de la música del siglo XX
Louis Armstrong, el genio de la trompeta, empezó con una corneta. Nueva Orleans era pobre, pero también la cuna efervescente del jazz. El artista desempeñó toda clase de oficios hasta que, por fin, trabajando en los cabarés de la ciudad, conoció a Joe King Oliver, trompetista, y mentor del músico.
El talento de Armstrong despuntaba y Oliver se lo llevó a Chicago, donde el jazz ya se estaba consolidando como un fenómeno nacional en Estados Unidos.
Y el vocalista e instrumentista rompió los moldes de ese fenómeno. Lo abrió a la improvisación virtuosa que creaba, sobre la marcha, con sus manos expertas. Lo elevó, como se ha dicho, a arte grande a través de la libertad creativa y la técnica brillante que durante toda su vida lo acompañaron.
Y gracias a esa combinación milagrosa de circunstancias, el mundo puede hoy disfrutar de canciones como West End blues, What a wonderful world, When the saints go marching in o Hello, Dolly. Todas se engloban en la categoría de patrimonio sonoro universal.
Con todo, uno de los momentos más destacables de su carrera, y una de las imágenes más famosas de la historia del jazz, es la del trompetista tocando su herramienta de trabajo a su mujer Lucille frente a la esfinge en Egipto.
Fue en plena Guerra Fría, en 1961. Estados Unidos quería extender por el mundo su American way of life, el estilo de vida americano. Y uno de esos estilos era el jazz. Con esto, el país promocionó que sus músicos más ilustres hicieran giras por todo el mundo.
Como no podía ser de otra forma, uno de estos músicos ilustres fue Armstrong. Fue a Egipto, acompañado por su mujer, a quien le dedicó una melodía frente a la imponente estatua de la esfinge. Y, de paso, nos legó a todos una imagen legendaria.
La vida de Armstrong abarcó casi siete décadas exactas. Durante aquellos 70 gloriosos años de jazz, el músico plantó un legado que germinó para dar unos frutos que siguen conmoviendo en estos días.
Su casa de Nueva York es ahora un museo, pero su influencia puede verse a diario, sin necesidad de panegíricos grandilocuentes, en cada improvisación, en cada canción desgarrada de soul. Y en cada pequeña emoción que sentimos al darnos cuenta de que somos parte de este mundo maravilloso.
Armstrong, o Satchmo, o Pops, enseñó al mundo el poder transformador de la música. Y en estos tiempos convulsos y acelerados, resulta un privilegio dejarse acariciar por la voz rota y tierna de este artista universal.
Gracias a su amplia sonrisa y su trompeta ardiente, trascendió sus propios márgenes y se transformó en un símbolo del siglo XX. Su timbre de voz parecía cargado de historia y esperanza. Y cada vez que suena What a wonderful world nos mece hasta convencernos de que, efectivamente, este mundo es maravilloso gracias a gente como Armstrong.