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Alfonso Ussía estaba en todas las casas de una democracia española boyante

En aquellos tiempos todo el mundo tenía una enciclopedia, unos cuantos clásicos y también a Ussía, «émulo», como le llamaba Campmany, decorativo y desternillante

Madrid

Alfonso Ussía joven

Alfonso Ussía

Ami madre le gustaba mucho Ussía. Lo leyó mucho y lo escuchó en la radio y en la televisión. En mi casa estaban sus libros desde siempre. Lo empecé a leer en mi adolescencia. Me admiraba y me hacía gracia su humor elegante y rijoso al mismo tiempo. Recuerdo que para retrasar lo inevitable de estudiar me cogía, por ejemplo, su Tratado de las buenas maneras y así se pasaba el tiempo hasta la hora de cenar. Quien le iba a decir a uno que treinta años después iba a trabajar en el mismo periódico e incluso que aquel le iba a mencionar y a elogiar.

Alfonso Ussía estaba en la librería de mi casa en varias versiones. Y yo vi que también estaba, también en varias versiones, en las librerías de las casas de mis amigos y de mis familiares en la época en que las librerías de las casas contenían (muchos) libros. Ussía era un inquilino habitual de la época, los noventa, por ejemplo, quizá su década prodigiosa, aunque su aliento literario y periodístico fue larguísimo.

Ussía estaba allí

Tanto que la sensación es que Ussía estaba allí, en esas librerías de los hogares desde siempre, como si viniera con ellas, con los muebles, incluso desde la tienda. En aquellos tiempos todo el mundo tenía una enciclopedia, unos cuantos clásicos y también a Ussía, «émulo», como le llamaba Campmany, decorativo y desternillante. Ussía estaba tanto que era como las fotos de personas anónimas, mayormente modelos de pelo rubio y dientes blanquísimos, que aparecen en los escaparates sobre las mesas y las cómodas.

Ussía era casi un miembro más de todas esas familias españolas de la democracia boyante que tenían libros hasta encima del radiador. Uno le veía allí calentito en invierno, y luego en el salón, bien sicalíptico, con sus coñones, sus ecologistas coñazo, sus golfos o sus gorrones casi como si hubiera que saludarlo.

Los zapatos de rejilla

Cada vez que veía unos zapatos de rejilla por la calle me partía de la risa y me acordaba de él, como si el chiste me lo hubiera contado mi padre o mi madre, que son de su quinta. Y porque son de su quinta y de la mía cuando yo era un adolescente y él un hombre joven, se siente el adiós de algunas cosas más que su figura y su estilo, como si estos fueran las patas que sostenían un modo de vivir, una España ya antigua.

La España que se va, otro pedazo más (mi España, viva España), mientras se le recuerda vivo, pero muerto de risa por las cosas del genio Tip, al lado de su amigo del alma Mingote en aquel programa que aún le hizo más mito casero de todas las familias españolas, como la mía, que veían la tele juntos y escuchaban la radio y le tenían en casa no solo en forma de libro y en el periódico de cada día, sino como símbolo inconsciente.

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