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25 de abril de 2024

Portada de «Dios existe. Yo me lo encontré» de André Frossard

Portada de «Dios existe. Yo me lo encontré» de André FrossardRialp

'Dios existe. Yo me lo encontré': la conversión instantánea André Frossard

Uno de los más renombrados intelectuales franceses relata con amabilidad y agradecimiento su vida, forjada en el ateísmo y el marxismo, y cómo, en cuestión de un momento, quedó deslumbrado por el Dios hecho pan

En 1969 apareció la primera edición de este libro. Casi de inmediato Rialp lo tradujo al español y comenzó una serie de reediciones que llegan hasta hoy. En la primera edición de Rialp había un prólogo de José María Pemán —el gaditano comparaba la conversión de Frossard con la de Saulo de Tarso e incluso con la de Claudel o García Morente, y apuntaba que Dios suele servirse de los conversos para pulir imperfecciones en que la Iglesia tiende a caer—, y en la segunda, a modo de epílogo, se incluyó un artículo de Juan José López Ibor publicado en noviembre de 1969 en ABC. El célebre psiquiatra hablaba de Frossard y de Gironella y, a propósito de sus reflexiones sobre la evolución social y las incógnitas existenciales del siglo XX, advertía acerca de la «posible invasión de la intimidad, sin que nos demos cuenta, mediante toda clase de aparatos electrónicos», de suerte que, en torno al año 2000, «el hombre estará constantemente vigilado sin apercibirse de ello».
Este breve libro lo escribió André Frossard (1915–1995) tres décadas y media después de su conversión. No es, por tanto, una «confesión en caliente». Tampoco es una confesión. Hay algo de sencillez, de agradecimiento y de memorias. Frossard publica el libro cuando es un intelectual asentado al que muchos están acostumbrados a leer en Le Figaro y otras cabeceras, como Paris Match. Su conversión no hizo de él un hombre furibundo y con posiciones tenaces. Mostró una gran amistad con Juan Pablo II, pontífice que lamentó en público su fallecimiento, y que remitió un telegrama a su familia para elogiar su carácter laical y su compromiso evangélico. Frossard publicó libros tanto de materia religiosa como profana. Sobre el papa polaco hay dos; en colaboración con él, otros dos. Otro sobre Maximiliano Kolbe. También se pueden resaltar Preguntas sobre Dios —que no es un volumen apologético ni sistemático—, Preguntas sobre el hombre —reflexiona sobre temas que van desde mayo del 68 hasta la homosexualidad y la diferente entre varón y mujer, los preservativos o la superpoblación— o uno que sorprenderá: 36 pruebas de la existencia del diablo. Otro título de referencia es Escucha, Israel, en el que se muestra su diálogo entre judíos y cristianos.
Portada de «Dios existe. Yo me lo encontré» de André Frossard

RIALP / 168 PÁGS.

Dios existe. Yo me lo encontré

André Frossard

Este último libro resulta pertinente porque, como señala en Dios existe: yo me lo encontré, su abuela paterna era judía y en su pueblo había sinagoga, pero no iglesia. Frossard describe su conversión como un acontecimiento puntual que transforma su vida. No hay recorrido intelectual, aunque algunos puedan entender —leyendo con mucha atención— que en Frossard hay un Agustín que barrunta sin saberlo. ¿Quién sabe? Frossard relata su vida, desde pequeño, con una actitud afable, resaltando lo bueno de todas las personas que ha habido a su alrededor. Y se crio en un ambiente abiertamente ateo, marxista. Su padre incluso fue el primer secretario general del Partido Comunista Francés y viajó a Rusia para conocer a Lenin, tras el triunfo de la revolución bolchevique. En este sentido, el testimonio vital que ofrece el autor es muy revelador sobre su época, y supone una explicación precisa y detallada sobre Francia y sobre la evolución política y actitud cultural de ciertos sectores sociales. Por otro lado, el libro ni siquiera es confesión, como decíamos. Es, de una manera ágil y de lectura dulce y sin pretensiones, pero fluida y rica, una manera de expresar que uno puede toparse con Dios, aunque todas las circunstancias determinen lo opuesto.
Con veinte años, en julio de 1935, André Frossard, sin ninguna inquietud religiosa, entró un día de manera inopinada en una capilla. Ateo, izquierdista, escéptico, cruzó la puerta de la capilla buscando a un amigo y lo que encontró fue al Santísimo expuesto. El Dios hecho pan lo deslumbró y, al cabo de un instante, ya era creyente. Al cabo de pocas semanas, y bajo la formación meticulosa de un sacerdote, recibió el bautismo. Porque, como se deduce de lo que él mismo explica, si no nos hacemos como niños, no entraremos en el Reino de los Cielos.
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