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26 de abril de 2024

El compositor italiano ganador de un Oscar Ennio Morricone

El compositor italiano ganador de un Oscar Ennio MorriconeGtres Online

Ennio Morricone, el genio que nunca dejó de creer

Ennio, el Maestro, la película que Giuseppe Tornatore (Cinema Paradiso) ha dedicado a Morricone, uno de los grandes músicos del siglo XX, se erige en una fábula moderna sobre la superación a través del esfuerzo y la creencia en uno mismo

De niño, Ennio Morricone, destinado a convertirse en uno de los compositores esenciales del siglo XX, quería ser médico. Pero en aquella Italia que De Sica tan bien retrató en El ladrón de bicicletas, los sueños infantiles no estaban destinados a cumplirse si no se había nacido en el hogar adecuado. Por eso el padre de Morricone, que se ganaba el jornal tocando en bandas y modestas orquestinas de night-club, en cuanto el chaval pudo sostener el instrumento entre sus dedos, le regaló una trompeta y le dijo: «Con eso podrás alimentar a tu familia como he hecho yo hasta ahora». No había nada más que añadir.
La póstuma declaración de amor que el director Giuseppe Tornatore le ha regalado ahora en forma de documental al autor de la inolvidable música de Cinema Paradiso (que estos días puede disfrutarse en los cines españoles) es la historia de superación del self-made man que supo convertir en Arte, así con mayúsculas, aquel oficio de gentes de mal vivir que apenas daba para llenar diariamente la olla familiar, pero que a él lo convirtió en un hombre rico, reconocido, admirado, destinado a ocupar un lugar aún por determinar en el curso de la historia cultural. Cuando Tarantino, uno de los muchos realizadores que colaboraron con él, lo compara con Mozart, Beethoven y Schubert, alguien comenta: «Podría ser, pero para eso aún deben pasar dos siglos».
El estilo, la forma de «Ennio» son los de un documental al uso que se beneficia de las declaraciones que el propio Morricone realizó a lo largo de su longevo trayecto casi hasta su desaparición (falleció en 2020, con 91 años), tan pródigo en sugestivas imágenes de archivo como en variados testimonios de quienes lo trataron a lo largo de su agitado periplo, desde los compañeros de aula en el conservatorio romano hasta los grandes del cine a los que enriqueció con sus aportaciones (Bertolucci, Leone, los Taviani, Joffe, De Palma, Oliver Stone, Malick…), a los que hay que sumar los elogios de otros músicos, rendidos admiradores suyos (Pat Metheny, Bruce Sprinsgsteen o Quincy Jones, entre otros). Pero el fondo es el de una película de Capra, o quizá aquel retrato camuflado del arquitecto Frank Lloyd Wright que King Vidor trazó en la maravillosa adaptación cinematográfica de El manantial, con Gary Cooper como el indomable Howard Roark.
El compositor Ennio Morricone posa con su Premio Oscar honorífico, que ganó en 2007

El compositor Ennio Morricone posa con su Premio Oscar honorífico, que ganó en 2007Gtres Online

Como todo visionario, Morricone tuvo que superar, primero, las adversidades propias de su linaje, en su caso el carecer del mismo, y después imponerse a las ilustres mediocridades de su época que le aconsejaban no apartarse de la senda consensuada, y por supuesto renegar del éxito. Desde que puso todo en su empeño en asistir a las clases de composición que Goffredo Petrasi impartía en Roma, su único objetivo fue trascender aquellas melodías pegadizas con las que apenas se ganaba la vida tocando en bailes nocturnos para regalarle al mundo otra música algo más elaborada y personal, la suya.
En su caso, al contrario que sus ricos compañeros de conservatorio, no se podía permitir dedicarse a la mera especulación, a la creación para consumo único del reducido ambiente académico cuya experimentación con un lenguaje cada vez más árido alejaba los sonidos de su espacio natural, los auditorios, para encerrarlos en el ámbito exclusivo del laboratorio, el cenáculo reservado para los elegidos. Así que ateniéndose al consejo paterno de sacar adelante a los suyos con la música, pero sin renunciar jamás a sus propias aspiraciones, Morricone logró conciliar de un modo como casi ningún otro compositor de su época ambos extremos: combinó la nueva radicalidad de Darmstadt (que él experimentaría también a través de su propia agrupación musical, Nuova Consonanza) con las ansias de pura evasión de la canción popular de su tiempo, los grandes «hits» de Mina, Gianni Morandi o Edoardo Vianello. El dodecafonismo, la música aleatoria se camuflaban sin apenas disimulo en inocentes melodías veraniegas como «Sapore di sale» encarnando una nueva modernidad que lograba satisfacer a propios y extraños, a quienes buscaban el éxito inmediato, la mera banalidad sin pretensiones, el entretenimiento fugaz, como a los que se dejaban sorprender por la capacidad de juego, la cita audaz, la calculada excentricidad que otorgaban a estas canciones un atractivo singular y desconocido.
Los académicos, por supuesto, arqueaban las cejas y miraban hacia otro lado, despreciando a Morricone por sus éxitos en el cine, cuando el creador decidió ampliar la fórmula y llevarla hasta las bandas sonoras, una operación que obtuvo unos resultados inesperados y que, en cierto modo, cambió la percepción, o al menos abrió una nueva vía, en la que la música y cine se relacionaban.
El séptimo Arte se había beneficiado desde siempre del talento de gente como los Korngold, Steiner, Hermann, …, compositores de enorme talento que habían aplicado sus sólidos conocimientos a servir bellos retablos sinfónicos con los que ilustrar, sobre todo, las historias del Hollywood más clásico. Pero esa manera particular en la que Morricone hacía de la música, de los sonidos, parte integral del filme, hasta otorgarle un sentido preciso a cada secuencia, pocas veces se había visto hasta entonces. Hermann sí había hecho algo parecido en «Psicosis», las grandes obras de Fellini son inseparables de la música de Nino Rota, pero posiblemente nadie había llegado tan lejos como Morricone al integrar a Frescobaldi con hallazgos similares a los de la música concreta en un «spagueti-western» para darle otra dimensión, una espesura mucho más rica en su significado, en su audaz expresión, pero que a la vez cautivaba a todo tipo de público por su inmediatez, su espontaneidad, su aparente simplicidad hasta desear comprar la grabación de aquella banda sonora para escucharla una y otra vez.
Ese grado de depuración formal y expresiva, esas síntesis perfecta entre música e imagen, que por momentos le acerca a la ópera (Bertolucci llega a compararlo con Verdi), adquiere rango de maestría absoluta en obras como su monumental trabajo para «La Misión», un punto de inflexión en su carrera. Aquel hombre torturado con la idea de que jamás lograría estar a la altura de su maestro Petrasi, condenado al desprecio de sus colegas que nunca le habían tratado como a un autor serio por su éxito, pudo por fin empezar a creerse que su decisión personal de optar por otro camino, esa búsqueda por insertar desde el contrapunto bachiano a las novedades del lenguaje más vanguardista con la tradición popular, precisamente en el cine, el medio de entretenimiento masivo, de la gente común, empezaba a ser reconocido también entre sus pares, aquellos a los que él consideraba los suyos, aunque no hubiese sucedido siempre al revés.
«Ennio», además del retrato más íntimo de un genio de nuestro tiempo, en sus más profundas contradicciones, es la fábula que nunca falla, la del triunfo del esfuerzo, la determinación, la creencia en que no hay un camino predeterminado ni obstáculos que no se puedan superar, la tenaz y constante búsqueda de la afirmación personal, contra todo y contra todos, que justifica una vida otorgándole sentido y plenitud.
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