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La Orquesta de RTVE recoge la ovación del público

RTVE se apunta un éxito con una 'Carmen' en homenaje a Berganza

Coincidiendo con el fallecimiento de la gran mezzo española, la orquesta estatal ha conquistado al público con dos representaciones de la obra maestra de Bizet, magníficamente dirigidas por Pablo González

La Sinfónica de la RTVE, con su titular al frente, Pablo González, se ha anotado un gran éxito al programar en sus más recientes sesiones de abono la ópera Carmen, favorita del público, pero que precisamente por su condición de obra maestra de enorme atractivo para el oyente debe servirse siempre con los mimbres precisos para no defraudar.
Desde luego, el triunfo personal que el director asturiano acaba de anotarse justifica el envite y deja en el aire una pregunta que lleva flotando largo tiempo: ¿Por qué se hace tan poca ópera en Madrid, al menos en relación con la que puede disfrutarse en París, Berlín, Londres, Viena o Nueva York, ciudades con las que la capital española aspira a medirse también en el plano cultural? La respuesta quizá la tenga uno de los grandes nombres de la programación musical ibérica que estos días medita poner en marcha, él mismo, la solución: el impulso a un nuevo teatro (que ya existe y no se utiliza) para competir con el Real, tal como en sus tiempos ya ocurrió con la oferta lírica del Calderón.
Decía siempre el recordado Alberto Zedda que las orquestas que no frecuentan la ópera habitualmente suenan distinto al perder la posibilidad de mejorar incluso sus prestaciones en el repertorio sinfónico ganando en variedad, transparencia y expresividad. Cuestiones fundamentales para proporcionar una mayor hondura y riqueza a la interpretación de una sinfonía como la ductilidad, el balance y el fraseo pueden verse notablemente potenciadas si la experiencia adquirida mediante el trabajo con los cantantes se incorpora satisfactoriamente a la práctica del músico.
De ahí, por ejemplo, el interés que Claudio Abbado puso en hacer que la Filarmónica de Berlín incluyese la ópera en su dieta, una práctica que ha sido luego continuada por sus sucesores (no hay más que ver los excelentes resultados de la reciente Iolanta dirigida por Petrenko con la estupenda Asmik Grigoriam).
En la Sinfónica de la RTVE, Pablo González, no hace ahora si no seguir, con esta acertada práctica, los pasos del anterior titular, un Gómez Martínez que conoce como pocos en este país ambos repertorios por haberlos frecuentado, en el caso de la ópera, en algunos de los mejores teatros del mundo junto a cantantes de la última era dorada.
Pero si el director granadino apostó durante su periodo por títulos poco frecuentes, sirviendo el Puccini menos trillado con notable acierto, González acaba de destaparse con esta excelente lectura de Carmen. Y lo ha hecho además, aunque esto lógicamente no estuviera planificado, coincidiendo con el fallecimiento, hace solo unos días, de la Carmen de referencia, Teresa Berganza. Como no podía ser otro modo, estas representaciones han estado dedicadas ahora a la mezzo madrileña, con minuto de silencio incluido _quizá faltó un artículo en el programa de mano y alguna imagen de esta enorme artista.
Tratándose de un teatro con las características del Monumental, y englobada en su temporada de abono, esta
Carmen podía ofrecerse como tantas versiones «en concierto» se dan estos días, con los cantantes parapetados en el atril, del que muchos no despegan jamás la vista. Pero afortunadamente esta práctica comienza a estar en desuso y los programadores, valiéndose de la imaginación, emplean nuevas fórmulas más satisfactorias que aproximen la experiencia lo más posible al teatro.
En los teatros que disponen de foso ya no hay excusas para que las orquestas no toquen situadas dentro del mismo, aún cuando se trate de un «concierto», y el escenario se deje liberado para que los cantantes, desprovistos de la partitura, puedan actuar. Dado el delirante panorama actual de la dirección escénica, no es de extrañar que algunas de estas soluciones resulten mucho más satisfactorias que las supuestas grandes producciones que se perpetran ahora mismo en teatros de importancia únicamente por su nombre.
En esta ocasión, la RTVE ha apostado por los que los franceses denominan una mise en espace. Valiéndose del espacio equivalente a una pasarela que se encuentra entre la última fila de la orquesta y la primera del coro, el director Ángel Ojea ha propiciado que los cantantes realizaran unos movimientos básicos para dar sentido al texto, respetado en todo momento, con algunos cortes en los recitativos (toda la introducción al aria de Micaela, por ejemplo).

A pesar de cierto envaramiento tan típico de los cantantes eslavos en este repertorio, el ucraniano Popov estuvo valiente, entregado y aportó ciertas dosis de ternura

Con vestuario actual jugando con la contraposición entre el negro asignado a todo el elenco menos el simbólico rojo para la protagonista, y un juego lumínico esencial, pero diferenciado para cada acto, la obra transcurrió sin grandes destellos de originalidad, lo que a veces constituye un acierto: no ha habido aquí «genialidades» como la de las recientes representaciones boloñesas, donde la protagonista acaba disparándole a don José para enmendarle la plana a los autores sin saber muy bien por y para qué.
La única licencia (más allá de la comentada de los cortes) vino de parte del canto. El tenor Dmytro Popov, que hasta el momento había cuajado un muy buen don José, decidió inventarse un agudo coincidiendo con los últimos acordes («Carmeeeennnn»), un alarde verista que no casa con el espíritu de ese final que refleja el abatimiento de un hombre definitivamente vencido. En cualquier caso, la «boutade» no empaña su estupenda labor.
A pesar de cierto envaramiento tan típico de los cantantes eslavos en este repertorio, el ucraniano Popov (que exhibió durante los saludos una bandera de su país) estuvo valiente, entregado y aportó ciertas dosis de ternura en un aria de la flor interpretada con sentimiento y rematada en piano, lo mejor de su actuación. Como el resto, fue largamente aclamado en los saludos.
En estos días, resulta imposible acudir a ver una Carmen sin el recuerdo perenne de Teresa Berganza, un poco como le ocurrió a Ramón Vargas cuando tuvo que cantar aquel Werther que era para Alfredo Kraus en el Teatro Real, y que el tenor canario no llegó a interpretar. Igual que en aquella ocasión, el público supo agradecer ahora el excelente trabajo de Ketevan Kemoklidze como la protagonista. Guardando las distancias, al igual que la de la Berganza, la suya es una gitana dotada de una elegancia natural, sensual sin caer en la chabacanería o el arrebato innecesarios, dicha con propiedad e intención a partir de un timbre bello y cálido, con volumen suficiente y un fraseo cargado de intención, aunque a veces se tome ciertas libertades al medir.
María José Moreno, queridísima en la ciudad donde creció y que asistió encantada al despegue de su carrera en el Real (luego truncada por cosas de agencias y algunos caprichos de directores artísticos), repitió esa Micaela que viene paseando últimamente con merecido éxito por varios teatros españoles siempre apoyada en su intachable musicalidad, inteligencia y la exquisita belleza de un timbre fascinante. Cierto que se echa en falta algo de mayor densidad en su instrumento que no es el de una lírica plena, pero ella sabe suplirlo con creces con la calidez y lozanía del canto y con una proyección que le permite llegar fácilmente a cada rincón del teatro, sin pretender nunca lo que no es, por sus propios, ricos medios.

Ahora se pide a estos directores, si quieren estar en la pomada, que posen en Instagram con el torso desnudo, montando a caballo o corriendo el Maratón de Nueva York

El barítono Kyle Ketelsen ha hecho de Escamillo una de sus mayores bazas, como ya tuvo ocasión de demostrar en Madrid en las últimas Cármenes de 2017. Poco ha variado desde entonces su concepción del personaje, más rudo que elegante, mostrándose como un torero viril, entregado, irresistible para la protagonista y sus amigas.
Hay que felicitar a los programadores por haber recurrido al amplio fondo de armario que presta la estupenda cantera de cantantes españoles que permite no tener que echar mano de otros extranjeros cuando se trata de completar un reparto como el de esta ópera, llena de variados, algunos muy breves pero relevantes personajes secundarios. Aquí no hay comprimario insignificante, como demuestra el quinteto del acto segundo. Particularmente acertados estuvieron César San Martín, un lujo para Dancairo, como Sofía Esparza en Frasquita, de voz fresca y buena desenvoltura escénica, aunque deba depurar el baile.
Fantástica ha sido la concertación que propició Pablo González, un director serio y riguroso a pesar de su juventud, poco dado a cabriolas y aspavientos innecesarios, cuya imagen (recuerda a Woody Allen en el semblante, pero también al Otto Klemperer espigado de sus primeros años) lo aleja posiblemente de cualquier opción de ocupar un lugar destacado en los principales fosos líricos de hoy. Recuerdo una conversación, hace años, en la que brillaba por su inteligencia e ironía. Pero ahora se pide a estos directores, si quieren estar en la pomada, que posen en Instagram con el torso desnudo, montando a caballo o corriendo el Maratón de Nueva York. La música importa menos.
Al frente de una espléndida Orquesta de la RTVE, plegada a su eficaz gestualidad, y de unos fantásticos coros (tanto el de la propia orquesta como el Sinan Kay), González, sin perder ojo de lo que ocurría en la escena, concertando con notable habilidad, supo también descubrir la enorme belleza, la honda delicadeza, tantas veces sepultada por lecturas «chimpuneras», más efectistas, de trazo grueso, que Bizet confirió a su obra maestra, beneficiaria de una orquestación tan rica como sugestiva (que a veces ya apunta Debussy y Ravel) plena de hermosos contrastes que es preciso saber iluminar con criterio.
La Orquesta de la RTVE cosecha un gran éxito y González el mérito de poder dirigir esta obra cuando vuelva a representarse en alguno de los grandes teatros españoles.