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LOS RIDÍCULOS DE LA EDUCACIÓNJosé Víctor Orón Semper

A la búsqueda del niño maduro. Se reserva el derecho de admisión

Una generación educa a la siguiente según sus esquemas mentales, que da por obvios. Pero, ¿qué o quién justifica tal esquema mental?

Actualizada 04:30

¡A ver si maduras! Es una frase con la que con facilidad se corrige a alguien, niño o adulto, para que de alguna forma deje de hacer lo que hace. ¿Ciertamente se busca que madure o se busca que satisfaga las expectativas del presuntamente «adulto»? Y ¿a qué estamos llamando madurez?

Una vez en una formación un profesor estaba hablando de la necesidad de que los niños maduren. Le pregunté qué quería decir que alguien fuera maduro y me contestó: «que sea consciente de todas las consecuencias de sus actos». Entonces yo le pregunté si él era consciente de todas las consecuencias de sus actos. ¿Quién lo es? Porque desde luego, yo no lo soy. Ni siquiera de las consecuencias más inmediatas, como que no sé qué piensa el lector al leer esto.

Una generación educa a la siguiente según sus esquemas mentales, que da por obvios. Pero, ¿qué o quién justifica tal esquema mental? Así que según lo que pensemos que es la madurez, así educaremos.

El discurso de la madurez suele ensalzar a ese adulto del intervalor 30-60; lo pone en un pedestal como «el maduro», de modo que lo que hay antes es un inmaduro y lo que hay detrás es una degeneración. Se trata de una visión adultocéntrica que no hace bien ni al propio adulto. En ese caso, cuando decimos ¡A ver si maduras! estamos diciendo «a ver si te pareces a mí».

Con esa mentalidad estamos asumiendo que el niño o el joven es como un adulto disminuido, porque en el fondo no es como el adulto. Al pensar así de lo que no nos percatamos es de que el niño o el joven no es que tengan una forma deficiente de pensar, sino una forma distinta porque los centros de interés son también distintos. El niño o joven no piensa menos que el adulto, sino que piensa distinto. Y piensa distinto porque su reto es distinto. La naturaleza no se ha equivocado.

Por tanto, la madurez se puede entender de otra forma, y con esa nueva conceptualización sale otra propuesta educativa. Creo que tiene su interés pensar que una persona es madura si tiene los recursos para enfrentarse a los retos propios de su edad. En ese caso, puede hablarse de un niño de 3 años maduro y uno de 30 inmaduro porque dispone o no dispone de los recursos que necesita para enfrentar los retos propios de la edad.

Esta forma de pensar lleva a un gran descentramiento del educador, pues la primera pregunta de un educador cuando se acerca a un educando será ¿Qué necesita él o ella? ¿Cuál es el reto que la vida le plantea a ese niño o niña? De aquí surge una educación en la que el primer rol que necesita adoptar el educador es de investigador y de servidor del niño, lo cual no puede hacer sin el niño.

Con la concepción de madurez adultocéntrica (ser maduro es ser como el adulto), el niño tiene que ir a donde está el adulto. Con la concepción de la madurez en función del reto, el niño tiene que abrirse a la realidad de la vida que necesita vivir.

Con la madurez adultocéntrica, el profesor pregunta a los niños para «ver si le siguen». Con la madurez en función del reto, el profesor pregunta para ayudar a que el niño se caree con la realidad de su vida.

Con la madurez adultocéntrica, se pone al niño al servicio de ideales que nadie ha acreditado y se pone a la persona al servicio de una cosa, pues una idea es una cosa. Con la madurez en función del reto, se pone al niño ante el cara a cara de las personas con las que vive para que pueda abrirse a ellas y mejorar sus relaciones.

Con la madurez adultocéntrica, el educador se trata a sí mismo como cosa, pues tiene que ajustarse a una serie de características ideales del maduro. Con la madurez en función del reto, el educador profundiza en su vivir como persona, pues está cara a cara con el niño, al que también tiene que acoger. El reto del adulto educador es el niño.

Con la madurez adultocéntrica, el educador es un modelo a imitar. Con la madurez en función del reto, el adulto es un testigo de que vale la pena descentrarse de uno mismo para acoger a quien se le presenta, sin negar nuestras imperfecciones .

¡Se podrían hacer muchas más diferenciaciones! Pero ya hay bastantes para que decidas quién quieres ser, y de ahí surgirá un mundo de conceptualizaciones y de relaciones distinto; entre ellas, la del término madurez.

Haciendo un dibujo irónico, podríamos decir que usando la mentalidad de madurez adultocéntrica el niño podría decirnos a nosotros: «a ver si maduras».

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Además, la madurez adultocéntrica reflejada en la frase «a ver si maduras» podría incluir implícitamente una reserva del derecho de admisión. Es fácil escuchar que los términos en los que se desglosa la madurez (debe escuchar, debe atender, debe centrarse, debe…) el profesor los esgrime como requisitos para su labor docente.

Salvo que el colegio se reserve el derecho de admisión, a un colegio pueden entrar los que solemos llamar «maleducados». El colegio no es para aprender, sino para formarse, que es mucho más que aprender. Es ridículo pedir que ingresen los sabios para aprender lo que ya saben, sino que ingresan los ignorantes para que sepan. Y los ignorantes dicen cosas sin sentido, mal planteadas, problemáticas, etcétera. Es decir, sería un contrasentido que para ser sabios se negara la entrada a los ignorantes o a los equivocados, porque se supone que es a ellos a quien se dirige la actividad. De la misma forma, si el colegio es para formar, no tiene sentido poner el derecho de admisión a los no educados o a los maleducados. Un profesor que no sabe acompañar a niños que solemos etiquetar como maleducados no tiene sentido que sea profesor.

En el fondo, se dibuja una disyuntiva: que el niño se ponga al servicio del profesor o el profesor al servicio del niño. Pedir al niño que se ponga al servicio del profesor es cargar al niño con una mochila impresionante, pues es hacer responsable al niño de la felicidad del adulto. Eso es una injusticia. En cambio, descubrir la posibilidad de hacer un camino juntos en la que el educador es testigo de que vale la pena hacer el camino, que ayuda al mismo tiempo que es ayudado, dibuja otro espacio de encuentro muy distinto.

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