
'Los mártires en las catacumbas', obra de Jules Eugène Lenepveu (1855)
Leyendas de Barcelona
San Severo, el obispo de la Barcelona romana que no quería serlo y acabó martirizado con tres clavos
Cuenta la leyenda que el Espíritu Santo descendió sobre el santo varón de Barcino
La leyenda que relataremos hoy sucede en el siglo III de nuestra era. En una pequeña casa de la romana Barcino —la actual Barcelona—, compuesta de una planta baja y un pequeño huerto, se veía a un hombre, joven aún, tejiendo en un telar. Cerca de él estaba una mujer, joven también, que con el torno hilaba el cáñamo.
Tal era la afición con que ambos se dedicaban al trabajo que no hablaban palabra, esforzándose por concluir su labor. Por la puerta entró un hombre de buena presencia, pero con la cara tostada por el sol, vestido con una corta túnica de lana basta, ceñida con una correa de piel de cordero negro sin curtir, lo cual denotaba que era un labrador.
— ¿Eres tú, Ermedino? Dios sea contigo– dijo el tejedor.
— Y con vosotros también —contestó Ermidino—; siempre entregados al trabajo, Severo y Agatoclia.
— Es preciso —dijo ella—. Dios no quiere que comamos el pan de balde. Solos en el mundo vivimos los dos, como tú sabes, y a pesar de que Severo es un ministro de Dios, trabaja para ganarse el sustento, como lo hacía San Pablo, el apóstol de las gentes, que tenía la necesidad de hacer cestillos de mimbre para mantenerse.
— Y la buena Agatoclia, la virgen cristiana, me ayuda —dijo Severo—. Los gentiles, imbuidos en las historias de sus lascivos dioses, no pueden comprender que un hombre pueda vivir castamente en compañía de una virgen. Pero dos apóstoles vivían en comunidad con sus discípulos y con las discípulas del Hombre-Dios.
Y proseguía Severo: «Nunca la belleza de la que fue pública pescadora, Magdalena, produjo ni un pensamiento menos casto entre los discípulos del Crucificado, y Magdalena y Marta, bellas como ángeles, fueron las hermanas de los apóstoles como lo habían sido de Lázaro. Esto no lo comprenden los hijos de una religión sensual».
— Hoy debemos reunirnos, para elegir a nuestro prelado, y venía a decírtelo, Severo, para que te dispusieras para acto tan solemne— insistió Ermedino.
— Hace muchos días —replicó Agatoclia— que en esta casa se ayuna a pan y agua, a fin de alcanzar de Dios el feliz acierto de la elección del pastor de Barcino, y Severo pasa la mayor parte de la velada en oración.
— Pues esta noche nos veremos en las catacumbas —dijo Ermedino preparándose para marchar.
Severo se levantó de su telar, y dio, según costumbre, el beso de paz al labrador. Ermedino le devolvió el beso y se retiró.
Las catacumbas de Barcino
Las catacumbas de Barcino estaban situadas no lejos del anfiteatro, en el lugar sobre el cual está hoy edificado el templo de los santos mártires Justo y Pastor. Muchos cristianos llenaban las catacumbas alumbradas por lámparas de cobre que ardían delante de un altar en el cual se exhibía una cruz de piedra.

Vista exterior de la Iglesia de los Santos Justo y Pastor, en Barcelona
Aquella muchedumbre no podía ponerse de acuerdo. Dios quería probar a sus siervos con la tribulación en tiempos difíciles. Se trataba de elegir a un príncipe de la Iglesia, y los barceloneses no acertaban a elegir a su prelado. En aquella época los obispos eran elegidos por aclamación popular.
Un sacerdote, al ver éste desacuerdo, dijo con voz conmovida y con lágrimas en los ojos: «Hermanos, pongámonos de rodillas y pidamos a Dios una señal que nos indique quién debe ser nuestro obispo». El pueblo se arrodilló y oró con fervor. Entonces apareció una paloma blanca y brillante como la plata, revoloteó por aquellas bóvedas y se puso encima de la cabeza de Severo.
«¡Milagro, milagro!», gritaron todos. Severo fue llevado junto al altar, pálido y trémulo. Y la estola y la faja que ciñó su cabeza fueron los ornamentos episcopales con que, según costumbre de la época, se vio pronto adornado. «No lo merezco —repetía llorando Severo—. Soy el desecho de la plebe».
«Dios lo quiere», dijeron los cristianos, y todos se postraron a los pies del nuevo prelado y le besaron las manos. Más tarde, Severo selló con el martirio su angelical vida, siendo atravesada su venerable cabeza con tres clavos en el Castro Octaviano. Ermedino fue también martirizado y lo mismo le sucedió a Agatoclia.