Banderas de la Unión Europea y la OTAN

Banderas de la Unión Europea y la OTANNurPhoto via AFP

Fuerzas Armadas  La cumbre de la OTAN y el vínculo transatlántico

Pertenezco a la Asociación Atlántica Española —una organización apartidista y sin ánimo de lucro— desde que pasé a la situación de retiro al cumplir la edad reglamentaria hace cuatro años. Acepté la invitación de su entonces presidente por dos razones, solo una de ellas buena: porque no había ningún marino en la Junta Directiva —esa, por supuesto, es la mala— y, sobre todo, porque he podido apreciar a lo largo de mi carrera los beneficios de todo tipo, y no solo militares, que ha obtenido España del llamado vínculo transatlántico. Prometí al presidente que permanecería tres años en el cargo —quería entonces, y todavía lo deseo, dedicar mi tiempo a la historia naval— pero la ilusión y el ejemplo de otros militares mayores y mejores que yo mismo me ha hecho reconsiderar mi postura.

Sirva este preámbulo para dejar claro a los lectores que este artículo es opinión de parte. Precisamente por eso, en un mundo ideal, quienes deberían leerlo son aquellos que estén en contra de la Alianza Atlántica. Nadie debería juzgar sin conocer las dos versiones de la historia. Es, sin embargo, imprescindible aclarar que cuando digo «parte» no me refiero a la Asociación. Aunque no me separa de ella nada sustancial, no la represento en este artículo, escrito exclusivamente a título personal.

En defensa de unos valores

Vaya por delante que, para mí, el vínculo transatlántico y la OTAN no son la misma cosa. El primero es un ideal, plasmado con bastante exactitud en el Tratado de Washington. La OTAN, en cambio, es la organización que materializa ese ideal. Una obra desde luego imperfecta como todas las de la humanidad. Si se me permite una comparación un poco fuera de lugar, la relación entre ambas podría parecerse a la de la fe y la iglesia.

Mi fe en el vínculo transatlántico se justifica por la defensa de los valores compartidos por Europa y Norteamérica y citados explícitamente en el Tratado de Washington: la democracia, las libertades individuales y el imperio de la ley. Hay, dentro y fuera de España, personas que no comparten estos valores a pesar de que están consagrados en nuestra Constitución. Para hacer frente a los de dentro está la voluntad popular; pero eso, mal que le pese a los pacifistas de buena fe, no es suficiente para mantenerse a flote en un mundo en el que los autócratas, no sin cierta razón —el deseo de libertad es muy contagioso— nos ven como una amenaza existencial para sus regímenes totalitarios.

Si ellos se unen —es un hecho que Putin, Xi, Kim, Jamenei y algunos más de parecido pelaje se avienen bastante bien— nosotros también debemos hacerlo. Basta ver los esfuerzos que los autócratas hacen para dividirnos para darnos cuenta de lo que nos conviene. Solo la unidad de las imperfectas democracias que los seres humanos hemos sido capaces de construir nos permite plantar cara a las reiteradas amenazas de Vladimir Putin o defendernos de la voracidad de un Xi Jinping que, sin hacer tanto ruido como el ruso, extiende cada día sus tentáculos por las tierras y los mares del globo.

El presidente ruso, Vladímir Putin, y el presidente chino, Xi Jinping, asisten al desfile militar del Día de la Victoria en la Plaza Roja, en el centro de MoscúAFP

La Alianza Atlántica

Frente a esa fe en el vínculo transatlántico está la realidad de una Alianza sometida a fuertes tensiones, particularmente desde su victoria sobre el comunismo —todavía imperdonable para una parte de la izquierda que se dice democrática— en la Guerra Fría. Lo cierto es que los europeos de hoy debemos a la OTAN nuestra libertad. Más que ningún otro, los que pertenecieron en su día al Pacto de Varsovia o a la propia Unión Soviética.

Las principales críticas a la Alianza Atlántica vienen, directa o indirectamente, de los enemigos de esa libertad. A pesar de todo, merecen respuesta. Todos sabemos que quien calla otorga.

Se acusa a la OTAN, en primer lugar, de servir a los intereses de los EE.UU. y de plegarse ante los deseos de la Casa Blanca. Yo, desde luego, no voy a negar que Washington tenga más influencia que Madrid. La regla de la unanimidad en la toma de decisiones deja de ser perfectamente igualitaria cuando no todos los países tienen los mismos instrumentos de presión. Pero todo es cuestión de grado. Recordará el lector que cuando el presidente Bush necesitó el apoyo de la OTAN para la invasión de Irak encontró cerradas las puertas de casi todos sus aliados. ¿Alguien cree que el presidente de Bielorrusia puede hacerle un feo así al dictador del Kremlin?

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en la Oficina Oval de la Casa BlancaAFP

Algo parecido ocurre ahora en relación con la guerra de Ucrania. Quienes acusaron a los aliados europeos de someterse a los intereses de los EE.UU. cuando Biden lideró —a su tibia manera, es verdad— el apoyo a Kiev deberían explicar por qué Trump no consigue ahora que nos pongamos de perfil ante la agresión rusa.

Con todo, la crítica más injusta de las que se hacen a la Alianza es la que olvida su naturaleza defensiva. Hay quien aprovecha el ingreso voluntario de las naciones que, no sin razón, temen al supremacismo nacionalista de Moscú —Finlandia y Suecia son las últimas de una larga lista— para acusar de expansionismo a la Alianza, como si en lugar de un acuerdo entre pueblos libres se tratara de una ocupación militar. Habrá quién finja que la integración de Suecia en la OTAN es lo mismo que la guerra de Ucrania, pero la diferencia es tan clara como la que existe entre el sexo consentido y la violación.

La hoja de servicio de la OTAN no es perfecta —nada lo es— pero tiene pocas páginas de las que arrepentirse. Ha mantenido la paz en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la invasión de Ucrania y, a pesar de las mentiras de Putin, en absoluto es culpable de esta guerra. Muy al contrario, la Alianza ha ofrecido seguridad a los pueblos que, con todo el derecho, desertaron de la órbita de Moscú. Sin disparar un tiro, ha logrado evitar las guerras de Letonia, Lituania y Estonia —mucho más vulnerables que Ucrania y, por ello, seguramente más apetitosas para el Kremlin— y quizá alguna más entre los antiguos aliados del Pacto de Varsovia, varios de los cuales ya habían sido invadidos por las tropas de Moscú durante la Guerra Fría.

Soldados ucranianos en algún lugar del frenteMinisterio de Defensa de Ucrania

El mejor escribano echa un borrón y no hay por qué ocultar que el de la OTAN está en la guerra de Kosovo. Fue aquél un error político, quizá producto del optimismo de una Alianza que había contribuido decisivamente a poner fin a la guerra de Bosnia. Sin embargo, al contrario que Rusia en Ucrania, ningún miembro de la Alianza estaba motivado por la loca ambición de expandir sus fronteras.

Con esa única excepción, la Alianza se ha movido con mayor o menor acierto según las ocasiones, cosechado éxitos y fracasos… pero siempre bajo el amparo del Consejo de Seguridad de la ONU. Es cierto que algunos de sus miembros no han estado siempre a la altura de uno de los compromisos fundamentales contraídos por el artículo 1 del Tratado de Washington, el de «resolver por medios pacíficos cualquier controversia internacional en la que pudieran verse implicados», pero sus aventuras militares lo han sido a título particular y no pueden sumarse al debe de la Alianza Atlántica.

La cumbre de la Haya

De la cumbre que se celebrará en la Haya a partir del 24 de junio nos ha llegado ya bastante ruido. Como si de una subasta se tratara, se discute públicamente cuál será el porcentaje del PIB que los aliados tendrán que invertir en la defensa colectiva. Las presiones del presidente Trump son intensas, en parte con razón —el artículo 3 del Tratado de Washington, que nos obliga a acrecentar nuestras capacidades militares, es tan vinculante como el 5— pero, como es habitual en él, sin más argumento que su voluntad y sin mostrar el menor respeto por quienes no son sus súbditos, sino sus aliados.

Sede de la OTAN en BruselasEuropa Press

La OTAN nace para encarnar el vínculo transatlántico. Si se alejase de ese ideal, si dejara de ser una alianza entre iguales y se convirtiera en ese lacayo de los EE.UU. que falsamente señalan sus críticos; si, todavía peor, se olvidara de su compromiso con la democracia y el imperio de la ley y, presionada por los deseos del voluble republicano, renunciase a condenar la agresión rusa y abandonara a su suerte a Ucrania, una nación amiga que se la ha jugado por nuestros colores… entonces habría que elegir cuál sería el mejor modo de seguir apoyando a ese vínculo transatlántico en el que nosotros creemos. Un vínculo que, para mí —que solo me debo a los intereses de España— tendría que estar por encima de la propia OTAN si esta se comportara de la forma sumisa y cobarde que defienden algunas voces cercanas al presidente Trump.

Es indiscutible que, en los tiempos que corren, la Alianza tiene que reinventarse para encontrar un equilibrio que satisfaga a los pueblos de ambos lados del Atlántico. Un equilibrio que no solo debe afectar a las cargas de los aliados, sino también a sus derechos. Solo cabe esperar que, en la próxima cumbre, los líderes de Europa y Norteamérica sepan estar a la altura de su responsabilidad histórica y no se limiten a defender sus bolsillos.

Juan Rodríguez Garat

Almirante retirado