La crisis de Cachemira: tres lecciones de cultura de defensa para Ucrania y España
A pesar de las mentiras de quienes se fingen pacifistas, la paridad nuclear previene la guerra y la desventaja la provoca. Ucrania se desarmó y ahora lucha por su supervivencia contra un enemigo que le amenaza con las mismas armas que Kiev entregó de buena fe

Vladimir Putin, Narendra Modi, Pedro Sánchez, el presidente de Pakistán, Muhammad Shehbaz Sharif y Zelenski
Cinco días después, el cese de hostilidades acordado por la India y Pakistán bajo la mediación de la Administración Trump —mediación que, curiosamente, niega el Gobierno indio— parece que se sostiene. Un problema menos en un mundo que ya sufre demasiados conflictos bélicos simultáneos.
Cómo los lectores saben, no es la primera crisis militar entre la India y Pakistán, condenados a enfrentarse —como ocurre en Oriente Medio entre Israel y sus vecinos árabes— desde la torpe descolonización británica. Hay precedentes relativamente recientes y, aunque el futuro no está escrito, la bola de cristal que tenemos en la historia nos hacía esperar una rápida vuelta a la normalidad.
Facilita la desescalada el hecho de que, hasta cierto punto, los dos países ya han conseguido todo lo que podían conseguir. La India dejó claro que no va a tolerar el terrorismo transfronterizo y, por su parte, Pakistán —que durante algunos años seguramente pondrá más interés en controlar a los grupos terroristas en su propio suelo— demostró que no se va a arrugar ante las represalias militares de su poderoso vecino. Ambos pueden cantar victoria —aunque para hacerlo tengan que maquillar un poco los hechos ante sus respectivos pueblos— y los dos tienen claro que la prolongación de la crisis aumentaría el riesgo de una guerra nuclear que, por definición, nadie puede ganar.
Además de felicitarnos —y, en esta ocasión, felicitar también a Donald Trump por la parte que le toca en su primer éxito internacional— los españoles deberíamos aprovechar lo ocurrido para entender mejor algunos de los conceptos que con frecuencia se nos escapan dentro de esa gran asignatura pendiente que es la cultura de defensa. Nosotros también tenemos fronteras disputadas en el Norte de África y, aunque tanto la historia como la legalidad internacional estén de nuestra parte, las armas no entienden de razones sino de fuerza.
Cómo mantenerse a flote en arenas movedizas
La primera lección que la crisis debería recordarnos —la humanidad lleva guerreando demasiado tiempo para que podamos encontrar verdades nuevas— es que el escenario internacional es inestable, como las arenas movedizas. No hace mucho tiempo, Pakistán era un firme aliado de los EE.UU. Ahora lo es de China. Muestra visible de ese cambio de orientación, su Fuerza Aérea, que todavía mantiene a los ubicuos F-16 norteamericanos como columna vertebral, despliega ahora a su lado los modernos cazas chinos JF-17 y J-10.
La India, por su parte, confiaba en Rusia para contrarrestar el enorme peso de China, una autocracia imperialista con la que también tiene fronteras en disputa. De que el primer ministro Modi ya no se fía de Moscú da fe que, para complementar a los cazas Su-30 construidos en la India bajo licencia rusa en años anteriores, haya apostado ahora por el Rafale francés. Por cierto que, aunque las crónicas militares rara vez merecen confianza, parece que al menos uno de los modernos aviones recién adquiridos en Francia puede haber sido derribado por un misil aire-aire chino de largo alcance.
En este artículo, sin embargo, no vamos a centrarnos en los enfrentamientos aéreos ni en la eficacia de los misiles de uno u otro bando. Son temas de interés, desde luego, pero ya habrá tiempo de analizarlos y aprender sus lecciones en el terreno táctico y el tecnológico. Al español de a pie lo que debiera preocuparle no es la vulnerabilidad del Rafale o el rápido progreso del armamento chino, sino la fluidez de las alianzas, de la que tenemos un ejemplo más cercano y mucho más drástico en la traición de la Administración Trump a la invadida Ucrania.
¿Y por qué debiera preocuparnos la constatación de que en las relaciones internacionales no hay más amigos que los que comparten intereses? Porque los españoles hemos apostado demasiado fuerte por lo contrario. Quizá por falta de confianza en nosotros mismos, solemos debatir, a menudo airadamente, quién debería defendernos de nuestros hipotéticos enemigos. ¿Defenderá la OTAN Ceuta y Melilla? La polémica —luego volveremos a ella— ha provocado en España ríos de tinta, pero se vuelve estéril si, en realidad, no sabemos con certeza cuánto durará la Alianza Atlántica.
¿Y qué pasa con la Unión Europea? En los últimos meses, la vuelta de Trump a la Casa Blanca ha forzado a muchos españoles a poner su confianza en Europa, dejando a un lado dudas bien justificadas tanto por razones políticas como militares. Bien está que, ante la amenaza rusa y la incertidumbre sobre la política de los EE.UU., la Unión Europea se rearme y busque una mayor cohesión. Sin embargo, quizá el próximo inquilino del Kremlin —Putin es malvado, pero no eterno— quiera vivir en paz. Y nadie garantiza que la Alemania —por poner un ejemplo— que hoy se militariza para hacer frente a la amenaza rusa no encuentre en las próximas décadas un líder que decida romper la baraja, en un sentido u otro.
España tiene que entender que debe ser capaz de mantenerse a flote por sí misma
En estas arenas movedizas, España tiene que entender que debe ser capaz de mantenerse a flote por sí misma. El Artículo 3 del Tratado de Washington, que los españoles solemos pasar por alto porque habla de nuestros deberes en lugar de nuestros derechos, nos compromete a aumentar nuestra capacidad individual y colectiva de resistir a un ataque armado. Ya sea en la OTAN o en la UE, nadie quiere cargar con un eslabón débil. En un mundo cambiante, nuestra capacidad de aportar valor al colectivo, en armas y en compromiso, es la mayor garantía de que nuestros actuales aliados quieran seguir siéndolo… y de que quienes quieran definirse como nuestros enemigos se lo piensen dos veces.
Estaremos solos ante la guerra híbrida
Para nuestra segunda lección, volvamos a Ceuta y Melilla. Por negligentes que nosotros fuéramos en su defensa —y le aseguro al lector que no va a ser así— pocas dudas hay de que la comunidad internacional rechazaría la invasión de cualquier pacífica ciudad a sangre y fuego. Aunque pocos apuestan ya por la Carta de las Naciones Unidas, a nadie le gusta ver carros de combate por las calles disparando sobre civiles desarmados.
Tampoco nos gusta ver a los carros en Ucrania o en Gaza—dirá el lector escéptico— y allí están. Y tendrá razón, pero cada caso es diferente. Si nos resignamos a lo que ocurrió en Mariúpol es porque Rusia tiene gas y petróleo para comprar complicidades y miles de armas nucleares para acallar conciencias. Aunque Israel no tenga tantas ojivas, detrás de su guerra están los EE.UU. y, en la opinión de muchos ciudadanos occidentales —que no de la mayoría de los medios— una cierta legitimidad que procede de la masacre del 7 de octubre de 2023. Un crimen, por cierto, que cada día se sigue perpetrando en los rehenes que todavía mantiene Hamás en su poder.
El problema es que un hipotético conflicto bélico entre España y Marruecos —impensable hoy, pero acabamos de ver cómo el mundo evoluciona de forma impredecible— tendría un desarrollo muy diferente al de la guerra de Ucrania o a la de Gaza. Lo que sería lógico esperar no es una alocada carga de unidades acorazadas ni un sangriento bombardeo aéreo sobre los civiles en nuestras calles, sino algo bastante más sutil. Algo más en línea con lo que ha ocurrido en Cachemira, que no es otra cosa que el desborde natural de lo que llamamos guerra híbrida.
Aunque el nombre de guerra híbrida suene excesivamente alarmista, sus manifestaciones más leves son parte de la realidad cotidiana de las relaciones internacionales, solo un punto más allá de la diplomacia tradicional. Guerra híbrida contra España es la desinformación rusa o el apoyo de Putin a Puigdemont. La que Marruecos nos hace hoy en torno a las ciudades autónomas no va mucho más lejos. Se limita a episodios ocasionales de manipulación de la inmigración ilegal, trabas al comercio, puntuales declaraciones inamistosas y, en el peor de los casos, oscuras tramas de espionaje. Nada que parezca excesivamente grave a los ciudadanos del mundo ni a sus gobiernos, que prestan su atención a asuntos mucho más apremiantes.
En comparación con lo que está ocurriendo en torno a Ceuta y Melilla, la guerra híbrida por la posesión de Cachemira está varios niveles más arriba. En su núcleo están los ataques terroristas que la India atribuye a un Gobierno, el de Pakistán, que, si no los promueve, parece que al menos los tolera. Sin embargo, Islamabad lo niega. Se trata de una complicidad difícil de probar, que Modi ha tratado de frenar con la única herramienta que tiene en sus manos: el ataque a los centros donde cree que se preparan los atentados.
Si a nosotros nos ocurriera algo parecido en el norte de África; si Marruecos llevara al límite sus acciones de guerra híbrida sin llegar al ataque armado —ya fuera promoviendo acciones terroristas cuya procedencia España no podría demostrar fehacientemente; o en la forma, más problemática, de una nueva versión de la «marcha verde» sobre el Sahara— nadie va a lanzar sus misiles para ayudarnos. Ni la OTAN ni la UE. Desde el punto de vista militar, estaremos solos.
No se alarme el lector, que esto no va a pasar mañana. Pero si no tenemos las herramientas que empleó Modi —ni tampoco su voluntad— nuestros enemigos, sean cuales sean, tendrán una oportunidad para hacemos daño.
La disuasión nuclear previene la guerra
Queda, por último, una tercera lección que apenas necesita argumentación porque es algo que hemos visto en suficientes ocasiones. A pesar de las mentiras de quienes se fingen pacifistas, la paridad nuclear previene la guerra y la desventaja la provoca. Ucrania se desarmó y ahora lucha por su supervivencia contra un enemigo que le amenaza con las mismas armas que Kiev entregó de buena fe. Pakistán desarrolló su propio arsenal y, a pesar de que Modi tiene muchas más razones de las que tuvo Putin para hacerlo, la India no se atrevió a cruzar la frontera. A buen entendedor, pocas palabras bastan.