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La fundación que merece Luis Seoane

Añoramos aquellos tiempos en que el centro de la calle San Francisco lo
mismo ponía a nuestro gran artista a dialogar con Perec y Thoreau que lo conectaba con Vari Caramés y Ángela de la Cruz

Para entender a Luis Seoane, hay que subir a lo alto de la Torre de Hércules y buscar Irlanda en el horizonte. Así lo contaba él mismo en su homenaje al faro milenario: «Habitan en La Coruña y no saben que los viejos de su infancia decían a los niños que, desde la península de la Torre, en la misma ciudad, se podía ver en los días claros la costa de Irlanda. Quizás nunca lo supieron. Yo sé eso. Lo recuerdo».

Fue Seoane un artista total: lo mismo escribía estas líneas de prosa fabulosa que reinventaba el arte contemporáneo, inmortalizaba el logo de Cinzano en un cartel o iluminaba los teatros y pasadizos de Buenos Aires con sus murales.

Tuve la fortuna de asistir en primera línea de combate al nacimiento de la fundación que lleva su nombre. La institución cabía entonces en un par de despachos del edificio municipal de Durán Loriga y el encargado de arrancar las máquinas fue el añorado Alberto González-Alegre.

El entusiasmo y el cariño con los que lideró el proyecto su primer director, la generosa donación de la obra de Seoane por parte de su viuda —la extraordinaria Maruxa— y la determinación del alcalde Francisco Vázquez impulsaron sin titubeos los primeros pasos de la entidad. El sueño de Luis y Maruxa de exhibir en su ciudad un legado único se materializó así con la apertura de la sede de la calle San Francisco, una magnífica rehabilitación del antiguo cuartel de Macanaz diseñada por los arquitectos Creus y Carrasco.

Fachada del edificio de la Fundación Luis Seoane

Fachada del edificio de la Fundación Luis Seoane

La idea inicial era que la fundación, más allá de cumplir su misión fundamental de conservar, divulgar y exhibir la obra de Luis Seoane, se convirtiese en el germen de un gran museo de arte contemporáneo coruñés. Quién mejor que Seoane, dueño de la mirada más renovadora del panorama gallego, para articular desde Galicia un espacio dedicado a las artes actuales. Así lo entendió Alberto González-Alegre, que capitaneó con un éxito indudable la puesta en marcha de la institución, y en esa misma estela trabajaron los otros dos grandes directores que ha tenido el centro en estos 30 años: Alberto Ruiz de Samaniego y David Barro.

En aquellos tiempos, la fundación hacía honor a su nombre con exposiciones memorables, que sirvieron para conectar a Seoane con otras firmas de la escena gallega e internacional. Sus devotos fuimos muy felices con las muestras dedicadas a Georges Perec, a las cabañas para pensar —como la que levantó a orillas del lago Walden el escritor Henry David Thoreau— o al cineasta Pier Paolo Pasolini. Y también con la exhaustiva revisión de la obra de autores gallegos de primerísima fila como Vari Caramés, Ángela de la Cruz o Xabier Correa Corredoira. Todo eso era puro Seoane porque Seoane lo mismo dialogaba con el futuro que con los clásicos.

Confiemos en que el centro, actualmente paralizado en la maraña burocrática para designar una nueva dirección provisional, recupere pronto la altura de aquel vuelo original.

Cuando eso suceda, lo celebraremos subiendo al faro para recordar el método infalible de Seoane para ver Irlanda desde lo alto de la Torre de Hércules: «Yo cierro los ojos y veo lo que quiero. Alguna vez creí percibir incluso el olor de aquel mar o de aquella aldea. También alguna vez quise ver la costa de Irlanda de la que hablaban los viejos coruñeses y no busqué el horizonte despejado de un buen día claro, abriendo más los ojos que cualquier otro día, sino que me bastó cerrar los ojos para verla».

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