Cafeterías sin café
La película ya le hemos visto en otras ciudades: se empieza por cronometrar el descafeinado a las señoras de la terraza y se acaba por convertir el centro urbano en un parque temático solo para turistas
Sábado por la tarde. Avenida de la Marina. Nos sentamos en la terraza de una cafetería. Nos atiende una amable camarera.
—Tres cafés con leche, por favor.
—No tenemos café.
—¿Y eso?
—A esta hora ya no servimos porque los de al lado no tienen y se hinchan a poner copas.
—¿Pero esto es una cafetería o un pub?
En realidad, a esas horas, a mí me daba un poco igual tomar un café o una cerveza. Pero detesto que limiten mi libre albedrío. Para desperdiciar mi libertad de elección, con toda su infinita gama de opciones y matices, me basto y me sobro yo solito, sin necesidad de ayudas externas.
Lo que me aterró de la estrategia empresarial de esa cafetería sin café es que esa película ya la he visto en otras ciudades. Ya sé cómo termina. Y no me gusta nada el The End.
Recuerdo que, hace años, en Sevilla, en un despiadado mediodía de agosto, se me dio por pedir uno con leche para sacudirme de encima el sopor de los 45 grados. Eran las 12.00 clavadas. La jefa del local me miró con cara de guasa —con ese cachondeo milenario que atesora la hostelería sevillana y que, como mínimo, se debe de remontar a Al Ándalus— y replicó con un revés a dos manos:
—Mi alma, la máquina del café ya está apagada. A estas horas y con este calor, toca una fresquita.
De nuevo la cerveza interponiéndose en mis buenas intenciones.
En Coruña, al menos hasta el sábado por la tarde, aún podíamos presumir de que uno se puede pedir un café a cualquier hora. A mi vecino Pepucho —uno de los grandes de verdad del fotoperiodismo— lo veo muchas veces bajándose uno solo a las diez de la noche. Vale, puede que seamos de horarios extravagantes, pero esa ha sido siempre una de las señas de identidad de la ciudad, que hasta ahora había logrado librarse de la agenda impuesta por el turismo de moral calvinista y comidas cronometradas.
Terrazas de la Marina
Porque se empieza por no servir café para que las señoras del sábado por la tarde no se eternicen con un descafeinado de sobre en la terraza. Luego, para que roten los clientes, se planta en los veladores un cartelito, advirtiendo que solo se dispone de treinta minutos para acabar la consumición y largarse. Y, al final, la cafetería de toda la vida muta en un bar de tapas clónico, con horarios extranjeros (comidas a la una y cenas a las seis) y carta bilingüe (en inglés y alemán). Y, a partir de ahí, el centro se llena de establecimientos donde no son bienvenidos los nativos, que tienen que ir a ventilarse las cañas al barrio, para no molestar al turisteo con sus pintorescos usos y costumbres.
Todos lo hemos visto ya en otras urbes, que han convertido sus cascos históricos en lugares sin alma infestados de franquicias yanquis y tiendas de suvenires, donde es imposible tomarte un vino improvisado porque lo único que interesa es el cliente de importación que se gasta una pasta en comer cuatro platos típicos y tópicos y se va enseguida con la música a otra parte. Fast food pura y dura, aunque sea a golpe de chipirones y raxo.
Por eso, como creo que en Coruña todavía estamos a tiempo de frenar este suicidio colectivo de la hostelería, reivindico nuestro derecho histórico a tomar un café a la hora que sea y donde sea. La alternativa es disfrazar las calles de parque temático y dejar que nos invadan los visitantes —sí, como los lagartos de V—. Pero no sé qué dirá María Pita de que, en el lugar donde un día doblegamos a Drake, nos rindamos ahora a las hordas de las despedidas de soltero con sombreros mexicanos de AliExpress.