Atlantic CityLuís Pousa

El charco debajo de la portería

El fútbol moderno también nos ha robado aquella poza de barro eterno que se formaba bajo los largueros de todas las canchas

Para saber si un país ha progresado, en lugar de la curva del PIB, yo observo sus campos de fútbol. No me refiero a las arquitecturas faraónicas que encargan sus gerifaltes, sino al terreno de juego. Ahora casi todas las canchas, aunque sean de un modesto club de regional preferente, lucen un césped inmaculado. Ver esa hierba mimada, donde hace cuarenta años sólo había barro, sudor y boquetes, es el mejor indicador del milagro económico español.

Esas alfombras verdes que ahora se multiplican por la geografía de nuestro fútbol, me recuerdan una película de la Segunda Guerra Mundial en la que unos oficiales aliados conversaban encaramados a sus tanques. En plena charleta, un estadounidense le pide consejo a un británico para lograr un buen césped inglés en su finca de Massachusetts.

—Sólo tiene que sembrarlo y luego esperar 400 o 500 años para que esté perfecto.

En los estadios autóctonos no han tenido tanta paciencia como los isleños para ver crecer la hierba, pero si pensamos en los barrizales en los que se jugaba al fútbol en los ochenta —cuando Maradona intentaba regatear sobre un terreno más apto para el waterpolo que para las filigranas— sí que parece que hayan transcurrido cinco siglos. Los niños de principios de los ochenta todavía jugábamos al fútbol en las calles de Coruña, donde a nadie se le ocurría plantar uno de esos carteles que ahora se ven en ciertas plazas: «Prohibido jugar a la pelota». Debajo de esos letreros, los chavales del 2025 han apostillado: «Pues hacemos botellón».

La 'portería' de la Rosaleda

La 'portería' de la Rosaleda

En 1982 aún no se había inventado el botellón y tampoco la prohibición de jugar a la pelota. Una de nuestras canchas favoritas estaba en los jardines de Méndez Núñez. Echábamos la tarde en la Rosaleda, un palmo de tierra y pedruscos cuya gran ventaja era que traía las porterías incorporadas, sin necesidad de simular los postes tirando al suelo mochilas y cazadoras. Años después, descubrimos asombrados que aquellos arcos de metal estaban pensados en realidad para que trepasen las rosas del jardín, pero lo cierto es que nunca vimos subir por ellos a ninguna planta, sino al primo canijo e hiperactivo de nuestro amigo Manolito. Así que esos esqueletos metálicos fueron durante varias temporadas nuestras porterías, que era donde quedábamos aparcados como guardametas los que no servíamos para otra cosa.

El único compañero que nunca abandonaba al portero en su soledad era un charco. Porque debajo de todos los largueros, desde Riazor hasta nuestra cancha infantil de la Rosaleda, había una poza enorme que se formaba cada temporada bajo las pisadas del portero y del rebumbio de delanteros bicoqueros que aguardaban dentro del área pequeña para rematar un balón perdido. Así que todo el partido transcurría en aquellas arenas movedizas bajo los palos. En el jardín no se sabía lo que era adelantar la línea del fuera de juego y en Riazor, a ningún guardameta se le ocurría entonces salir hasta el medio del campo con la pelota en los pies. Esas modernidades llegaron luego, con los partidos codificados del Canal Plus y los entrenadores de traje y corbata. En los ochenta, el míster vestía mostacho y chándal, fumaba Ducados y ni siquiera se imaginaba lo que era un taller de nuevas masculinidades.

Hace unos días, paseando por la Rosaleda, me pareció ver un hueco en la gravilla justo debajo de una de las arcadas y durante unos segundos me invadió la nostalgia de aquella niñez que chapoteaba en el fango con el entusiasmo de Peppa Pig. Por supuesto, la charca sólo existía en mi imaginación, porque hace mucho tiempo que no se ven chavales pegando balonazos a las estatuas y a los paseantes de Méndez Núñez. Tampoco estoy seguro de que nuestra infancia analógica de fútbol y meriendas callejeras fuese más feliz que la de ahora, pero aquellas tardes que pasamos plantados bajo los palos sin duda nos enseñaron dos grandes lecciones que nunca olvidamos. Aprendimos a perder y a meternos en todos los charcos que salían a nuestro paso. Casi nada.

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