Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Vox y Tamames

«La presente moción es sin duda la más quijotesca e intachable de cuantas se han producido».

Actualizada 05:00

Ahora todo quisque opina sobre la moción de censura y Tamames. Generalmente, para mal. Que si beneficia a Sánchez, que si oscila entre un brindis al sol y una astracanada, que si va a desviar la atención de los centenares –pronto miles—de violadores y pederastas favorecidos por el gobierno en su afán por hacerlo todo al revés y normalizar la iniquidad, la codicia a cuatro manos --como un Zarrías votando-- y la altivez del cateto como sus deidades básicas. Y que impedirá, por un ratito, seguir perorando sobre el flujo inagotable de trapisondas, abusos, traiciones y disparates. Seguro que, a toro pasado, hasta el más flébil será capaz de elucidar lo sucedido. Y que incluso el tertuliano menos esclarecido, de acá para acullá, se apuntará el tanto de haber tenido más razón que el Tato.
El país es tan rutinario y previsible, que cualquier iniciativa original y contracíclica se le antoja irritante. Pero constituye un privilegio que una cabeza tan poliédrica y descollante como la de Ramón Tamames suba, a sus casi noventa años, a la tribuna del parlamento español para decir lo que le dé la gana, y que él y Vox hayan aproximadamente acordado. Esto, aunque cuanto pudiera torcerse se tuerza, produzca repercusiones imprevistas que rasguen vestiduras y descoloque al personal, es intrínsecamente positivo. Máxime si la tónica viene siendo la pelea en el barro, el vuelo gallináceo de iletrados y cuentacuentos, el zafio soniquete de todas las jornadas.
Lo más hermoso de la iniciativa que han adoptado Tamames y Vox es su aparente falta de utilidad práctica, entendiendo por ello la improbabilidad aritmética de que ese monstruo de Frankenstein que desató el actual estado de calamidad vaya a arrepentirse de su hazaña. No, ciertamente carece dicha mayoría parlamentaria del patriotismo, la generosidad y el anhelo de un futuro edificante que, hace casi medio siglo, tuvieron las cortes franquistas al hacerse libremente el harakiri. Eso ni se espera, ni se pretende. Pero si repasamos las mociones de censura habidas en tiempos constitucionales, a excepción de la penúltima, advertimos que fueron antes gestos testimoniales que tentativas basadas en una convicción sensata de que lograrían desalojar a los gobiernos respectivos. Se trató, por el contrario, de alegatos simbólicos, basados en las opciones contempladas por el marco legal.
Conceptuada en esa misma escala, la presente moción es sin duda la más quijotesca e intachable de cuantas se han producido. Es curioso que los socios más radicalizados y antiespañoles se estén planteando no observar siquiera la cortesía formal de debatir honrosamente con el candidato, y que el PP haya anunciado de entrada su abstención. Tanto los unos como el otro vienen así a indicar que ellos no necesitan escuchar al aspirante ni conocer sus argumentos, porque sus tomas de postura son independientes de los contenidos que este pueda llegar a expresar; en otras palabras: que adoptan sus decisiones en virtud de las consideraciones propias del poder descarnado, crudo y soez, y no como consecuencia del discurso que pueda pronunciarse en un ámbito institucional cuya esencia y función se cifran en el debate civilizado, el respetuoso contraste de pareceres y la busca de soluciones a los problemas del país.
Pero que ellos hayan renunciado a entender el arte de la política como una vertiente de la filosofía moral, para despojarla de toda connotación deliberativa, de cualquier sinceridad reflexiva, de la menor aspiración a identificar verdades profundas a través de mecanismos dialógicos, no significa que estén en lo cierto. Justamente es su cerrilidad la que los retrata, aportando una explicación aleccionadora de cuáles son las patologías que aquejan a la nación española.
Que un intelectual genuino, un sabio de altos vuelos, se preste a tan pedagógico ejercicio, es intrínsecamente valioso. También lo es que un antiguo miembro del comité central del Partido Comunista, reconvertido al liberalismo en su sentido más noble y prístino, se brinde altruistamente a pedirle a la opinión pública que recapacite, que retome los valores de la concordia y el impulso ético, que recupere unos gramos de cordura. Es exactamente lo contrario del cinismo, la mediocridad, el desistimiento nihilista, el ansia de aplastar al adversario. Lo más granado de la creatividad y la cultura españolas de hoy, de Savater a Juaristi, de Escohotado a Trapiello, y de Boadella a Vargas Llosa, hizo esa misma transición que encarna don Ramón Tamames, corrigiendo sus veleidades izquierdistas de antaño y apostando por una inteligencia constructiva. Han renunciado al rencor guerracivilista, a ese sectarismo cainita que conforman el eje central del gobierno de Sánchez, Podemos, Otegi y demás adláteres. Cuando tachan a Vox de extremista, antidemocrático y totalitario recuerdan a ese ladrón que, tras verse pillado con las manos en la masa, sale corriendo al grito de ¡al ladrón!, para despistar. Trátese de la transferencia negativa analizada por Freud, o de simple desvergüenza, se están mirando al espejo.
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