Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

La atrocidad como chiste

«Es la suya una virilidad basada en el miedo cerval a la mujer, una mojigatería sublimada en fantasías de violencia»

Actualizada 05:00

Ahora que Sánchez y Marlaska están terminando de dar por blanqueados los crímenes etarras, y han discernido en Bildu a su socio predilecto, al ser el que les da «más» por «menos»: apenas envilecerse hasta el tuétano, y humillar a los millares de víctimas, a los cientos de miles de expulsados del País Vasco, a los millones de españoles que lo vieron, a cambio nada menos que de apoyo parlamentario; ahora que han logrado ejecutar esa hazaña sin haber ido a Salamanca, ni saber resolver ecuaciones de Relatividad General o Mecánica Cuántica, sino meramente con tratar a tales prendas como a sujetos majetes, con guiñarles el ojo y asegurarles que tenían razón, que la transición era «franquista», que aquella saña es acreedora al mimo que los premia; ahora, en concreto, es el momento de leer Hijos de la fábula, de Fernando Aramburu.
Después de tantas novelas desgarradoras y exactas, desde La carta, de Raúl Guerra Garrido, hasta Patria, del propio Aramburu, irrumpe una obra cómica sobre la ETA, el terrorismo, la crueldad, la fibra intelectual y moral del separatismo vasco y, en fin, cuanto bullía y bulle en las cabecitas de promotores, activistas y simpatizantes. O al menos eso afirman los glosadores de esta amena historia, apuntando que es desternillante, amén de leerse en una sentada. Los protagonistas, dos jóvenes paletos guipuzcoanos, encarnan con nitidez los rasgos esenciales de la mentalidad etarra, sin por ello dejar de actuar como payasos involuntarios, emperrados en hacer el ridículo a lo largo del relato.
Aunque Joseba y Asier, que así se llaman los gudaris, han superado ya los veinte años, su edad mental parece inferior. Una vez superada su fase de gamberrismo en la kale borroka, y habiendo interiorizado las consignas, pulsiones y mitologías usuales, que tampoco es que requieran mucho cacumen, deciden pasar a Francia para aguardar, en una granja de gallinas regentada por un matrimonio comunista, a que los del aparato los armen, los entrenen y los lancen contra el objetivo designado.
Es la suya una virilidad basada en el miedo cerval a la mujer, una mojigatería sublimada en fantasías de violencia. El pavor freudiano a los órganos genitales femeninos, una constante en ellos, se da la mano con su sumisión a viragos ubérrimas. Así la condición, antes indigente que espartana, del militante es ante todo huida de la responsabilidad, de lo fabril. No menos reveladores son sus ejercicios «militares» apuntando con escobas a falta de escopetas, o usando los dedos a modo de pistola, e imitando con la boca el sonido de la detonación. Deciden secuestrar y ajusticiar a una gallina para curtirse con las ejecuciones y habituarse al derramamiento de sangre, aunque acaben luego devolviendo a la gallina sana y salva al corral. Cuando uno se pilla un resfriado, el otro, aún no contagiado, atribuye el hecho a que el enfermo porta un tercer apellido maketo, lo que no concurre en el segundo; que naturalmente sufre el mismo catarro, días después.
Estamos ante unos jóvenes adultos que imitan a niños jugando a Supermán, por mucho que ellos se consideren combatientes, y reciban un magro apoyo económico de la organización que, justo por esas fechas, resuelve abandonar la «lucha armada» ¡Menudo chasco! Pero ellos no se amilanan, sino que resuelven proseguir –nunca mejor dicho—la guerra por su cuenta. Licenciarse sin haberse estrenado es una decepción dolorosa. Porque su permanente obsesión es llevar a cabo ekintzas para después poder contarlas. Según van incurriendo en torpezas cada vez más irrisorias, se plantean censurar los elementos ridículos, que en realidad comportan el grueso de su trayectoria. Mas no por ello dejan de solazarse imaginando cómo desde la cárcel van a redactar su epopeya, según esta se torne, con suerte, menos chusca.
Llama la atención lo carpetovetónicos que son estos dos antihéroes, cuyas mayores transgresiones consisten en hurtos en supermercados y robos de poca monta, la mayoría fallidos. Ciertamente no dan una, aunque se tomen a sí mismos tan en serio. El francés, por ejemplo, es para ellos una jerga indescifrable, que son incapaces de captar o balbucir. Solo hallan alivio llegados a la malévola España, en concreto a Zaragoza, donde una avispada maña, hija de un coronel conservador y poseída por furores de ultraizquierda, les proporciona techo, alimentos, dinero y consuelo erótico, amén de intentar sin éxito encontrarles pistolas para que, de una vez por todas, maten a alguien. Cuando tampoco esto cuaja, se plantean como sucedáneo prenderle fuego a un coche, creyendo que la prensa les publicará un comunicado reivindicativo y el Estado Español pedirá negociar.
Afanes de notoriedad y sal gorda aparte, no dejan Asier y Joseba de encarnar fielmente tanto la ideología abertzale como la crasa inmoralidad de sus adeptos, que se creen legitimados para atacar cualquier vida inocente o propiedad ajena amparados en la invocada virtuosidad de sus fines. Resultan leninistas típicos. Este pensamiento ramplonamente paranoide no dista demasiado del que describe Fiódor Dostoyevski en las abracadabrantes criaturas de Los demonios. Confío, a todo esto, no se me acuse de destripe. ¿O dejaremos de ir a Hamlet por saber cómo acaba?
Démosle gracias a Fernando Aramburu por este saludable ramalazo de perspicacia y verdad. Como el autor opta por la justicia poética para concluir su narración, los dos protagonistas acaban mal. Uno, el de mayores galones, atropellado en un túnel por un tren; el otro, un gordo de escaso carácter, cornudo y dominado por la madre de su hija, una recia matrona vasca. De haber optado nuestro escritor por un final con más realismo social, Joseba y Asier podrían haber acabado en el Congreso de los Diputados, apuntalando la gobernanza sanchista.
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