firma invitadablas lara pozuelo

Personas buenas de otros tiempos

No los evoco para llorar, sino para intentar comprender el sentido o el sinsentido de sus vidas

Actualizada 05:00

A algunos de nosotros se nos han ido ya para siempre nuestros padres, nuestros tíos, nuestros abuelos.
Personas sencillas de aquellos pueblos, humildes andaluces de otros tiempos. Seres que atravesaron la Historia con las pocas palabras y los poquísimos conceptos de que disponían.
Fueron mudos, sin derecho ni posibilidad de decir o de pensar. Fueron los excluidos de aquel tiempo.
Seres que nada tuvieron que decir en su paso por la vida y por los años. Pasaron ellos, sin enterarse siquiera de las grandes convulsiones de la Historia que acontecían a su alrededor. Nada supieron de la relatividad, de la física cuántica, ni de la fisión del átomo, ni de la comunicación por ondas electromagnéticas, del surrealismo o de la caída de los imperios centrales de Europa. Atravesaron el formidable huracán de nuestra guerra civil, sin apenas enterarse del cómo y del porqué.
Recordarlos hoy con el paso del tiempo, no es obra de un sentimentalismo morboso. Más que un dolor, es una melancolía sosegada. No los evoco para llorar, sino para intentar comprender el sentido o el sinsentido de sus vidas. Sus imágenes cada día más evanescentes - pero siempre tan cargadas de afectos- nos plantean preguntas fundamentales sobre el efímero paso del hombre por la tierra y por el tiempo.
¿Para qué nacieron esos seres? ¿Con qué designio de lo Alto? Almas limpias. En su magnificencia espiritual fueron como la belleza inútil de los corales y de los maravillosos peces ignorados en los fondos marinos. O como los cristales preciosos, estéril y eternamente sepultados en el vientre de las montañas. ¿Para qué nacieron esos seres?
Ellos de niños ya trabajaron. Algunos de ellos -pobrecitos- guardaron cerdos y ovejas desde que supieron tenerse en pie. El nacer era ya una deuda. De la infancia, hicieron poca reserva de sueños; poco que llevarse al zurrón para alimentar con recuerdos y añoranzas los años viejos del atardecer de la vida.
De mayores, como los asnos de la noria, el tiempo fue siempre igual para ellos, porque el tiempo sólo existe para los poderosos.
No eran proyecto, eran solamente un estar aquí, un simple pasar. De la gloria de la infancia sólo les quedaba el cariño de la madre, el olor y el calor sensual de la tierra, la inmensidad del cielo, el libre gozo del vuelo de los pájaros, la fraternidad animal con un gato o un perro, compartiendo y aceptando sin protesta la común sinrazón de la existencia. Pero quizá esto sea lo esencial de toda vida humana.
Hoy me inunda el recuerdo de hombres y mujeres de otros tiempos que se fueron y no volverán más. Ni los hombres, ni los tiempos.
Un pasado que ya no volverá más. Un mundo de entonces que quizás nos haya abandonado definitivamente.
En aquellos pueblos nuestros, durante siglos, desde la alegría bulliciosa de la cuna hasta la quietud del cementerio, las generaciones se sucedían unas tras otras para afrontar siempre las mismas ocupaciones, las mismas preocupaciones, los mismos problemas del hombre, que no cambiaban de una generación a otra. El tiempo era un eterno ciclo que se repetía y se regeneraba, y no esta ininterrumpida progresión lineal, esta febril marcha hacia adelante que vivimos los hombres de hoy.
En el ciclo perpetuo del tiempo, cada nueva hornada humana venía al gran teatro del mundo a jugar los mismos juegos de niños (los tintos, las bolas). Las niñas a cantar en corro las mismas cantinelas (Dónde están las llaves, Al pasar la barca me dijo el barquero...); a oír los mismos cuentos de los abuelos y abuelas, durante siglos enteros repetidos junto a la candela en invierno, o sentados en la puerta de la calle, tomando el fresco en las noches de verano.
Cada nueva hornada humana venía al gran teatro del mundo a aprender desde muy pronto las mismas técnicas de arar y sembrar, de cortar la espiga, de hacer el pan, de reparar las sillas con la anea, de echar suelas a los zapatos, de remendar las vestimentas, de reparar las ollas. (¡El silbido del afilador por las calles!). Y tantas y tantas cosas que se repetían y pasaban de una generación a otra.
¡Hasta que llegó nuestra época! Algo serio ha acontecido sin que apenas nos hayamos dado cuenta. Algo muy profundo hemos perdido con la invasión de la modernidad. Algo que las futuras generaciones van a tener que pagar con doblones de oro, porque en nuestro tiempo se ha roto quizás para siempre el cordón umbilical de la Historia.
Tanto en lo que se refiere al cuidado de la casa, como al cultivo del campo o a las mil mañas y artimañas del artesanado... ¿Quién conoce hoy las técnicas del viejo saber de nuestros bisabuelos, aquellos hombres y mujeres del XIX y de principios del XX?
Es posible que en los últimos siglos ninguna generación haya padecido un tan gran despojo de lo esencial como la nuestra.
Blas Lara Pozuelo es Matemático y Catedrático de la Universidad de Lausanne.
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