Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Animaladas (I)

Actualizada 05:00

Durante más de tres lustros me acompañó la lealtad de un golden retriever llamado Argos. Aludía el nombre al viejo can del violento y taimado Odiseo, animal que se echa a morir tras dar la bienvenida a casa al guerrero, al cabo de tantos apuros. Mi perro, que a nadie engañaba, era un pacifista integral, incapaz de retar a un roedor –y no digamos a un malhechor avieso-- o enfrentarse a una mariposa. Era más Gandhi que Gandhi y, a diferencia de este, ni siquiera se bebía la propia orina. Por eso me pareció una injusticia sideral que cada primavera nos tocara aquel cuervo.
La primera vez nos pilló de nuevas. Desde la copa de un gigantesco plátano nos llegó su graznido, al principio ominoso, luego desafiante. Hasta que se nos lanzó en picado, para empezar a dar raudas pasadas a medio palmo de nosotros. Según nos movíamos, el pájaro buscaba otras ramas altas, desde las cuales seguir atacándonos. Qué fijación. Pero los vuelos rasantes no se quedaron ahí, sino que pronto supimos que su objetivo era Argos, clavarle el pico en el lomo con certera saña, y sumir a la criatura en un pavor inédito. Tuvimos que dejar de ir al parque. Pero el kamikaze nos había seguido hasta casa, y montaba su base alternativa en cualquier farola de la calle, desde donde acosaba a Argos a la menor oportunidad.
Esto duró unas dos semanas. Salía el perro del portal a regañadientes. Menuda pesadilla para él. Hasta que volvió la paz, por ausencia del bicho. Al año siguiente, empero, por las mismas fechas, reapareció el cuervo, y la historia se repitió, con idéntico encono. Era llegar la primavera, paseando Argos y yo tan tranquilos, y volver a toparnos con el croajar de ese enemigo de feroz memoria, rencor infinito y visión de telescopio. El drama se prolongó con regularidad siete años más, hasta la muerte de mi pobre perro. No he logrado olvidarlo. La certeza de que alguien te odia con tal furia, sin motivo, inmune al desaliento, es de primero de ciencia política.
Las relaciones de los animales entre sí, y de los hombres con ellos, a menudo es curiosa. Evoco otro ejemplo cercano, el de mi abuela Alleida. Era una virago imponente. De joven había sido una belleza nórdica espectacular, pero de mayor no irradiaba dulzura, pues era recia y enérgica. A sus tres hijos los mantenía derechos como velas, diríase aterrorizados, aunque yo hallé en ella un mar de bondad. La adoraba incondicionalmente. Me gustaba su olor. Me sentía seguro con ella. Su trato con los insectos era peculiar. Cuando en los veranos, al estar en Alemania abiertas las ventanas, entraban en su cocina –en la que mandaba más que un teniente general—moscas, abejas, avispas, mosquitos y qué se yo qué otros invasores alados, era una cazadora infalible: consistía su pericia en capturar sin daño alguno cada espécimen y devolverlo al jardín intacto, para que disfrutase de su vida. Jamás he visto algo semejante, salvo en el poeta cordobés Pablo Acevedo, otro adepto del bienestar animal al nivel de mi abuela.
La siguiente historia es de hace dos semanas. Recorriendo la ciudad, tuve oportunidad de asistir a una singular batalla aérea, la de dos mirlos contra una paloma. Cada mirlo abultaba como media paloma, si bien los dos volcados al unísono resultaron letales. Todo esto, a metro y medio del suelo, ante mis narices. Hasta que no lograron abatir a la paloma, y dejarla maltrecha, temblando sobre la hierba de un parterre, no pararon. Confieso que se me escapa la explicación a tamaña crudeza. Siempre me habían encantado los mirlos, con sus saltitos y esos picos naranja. Le conté la peripecia a un amigo y se rio de mí. «¡Pues sí que sabes tú poco sobre mirlos!», me espetó. Refiriéndome cómo, en una ocasión, se colaron tres mirlos en su centro de trabajo, dos machos y una hembra. Los caballeros decidieron entablar una pugna ferocísima, hasta perder buena parte de sus plumajes respectivos, mientras la damisela asistía feliz a la escabechina, lista para emparejarse con el vencedor.
¿Cómo compaginar estos y parecidos episodios con el animalismo progresista, la negación de la biología, la puerilidad con que los expertos en Bambi, como el untuoso Rodríguez Zapatero y su piara, contemplan la imbricación entre identidad sexual, enemistad y deseo o las homéricas vicisitudes de la vida y la muerte? Habría que tomarse a los animales más en serio, por lo que con ellos compartimos. Vernos en ellos, no estilo Disney, sino desde Maquiavelo, Sade o Calígula. No humanizándolos, sino apreciando nuestra bestialidad. Claro que el socialismo, ese buenismo corrupto, se mueve con preferencia en clave de farsa, de timo para lerdos.
Hace escasos días, junto a unos columpios para niños, encontré en el suelo una paloma muerta. ¡Vaya, cuán triste tu imagen postrera!, me dio por pensar, con reverencia lírica. Y en estas llegó un palomo con la primavera subida. Se puso a dar frenéticas vueltas en torno al cadáver, le dio picotazos salvajes en el ojo más expuesto, ejecutó un baile ritual alrededor de la compañera yerta. Hasta que optó por montarla y darse un festín venéreo que duró sus minutos, desbordante de ardor genesíaco. Confieso que tan desaforado despliegue de necrofilia me dio asco, mientras rememoraba la obra filosófica del australiano Singer y del español Mosterín sobre los derechos de los animales.
También recordé la larga época que antaño dedicase a estudiar la isla de Tristán de Acuña, sobre la que recopilé una ingente bibliografía. Es en realidad un minúsculo archipiélago, situado a mitad de camino entre Ciudad del Cabo y Montevideo, que por distintos azares encarna un experimento sociológico único. Los pocos habitantes del lugar, que llegué a conocer casi con nombres y apellidos y aprendí a admirar profundamente, eran el reverso exacto de un animalista actual: seres hondamente civilizados y morales, capaces de organizarse sin estructuras legales o políticas, para quienes los animales suponían en esencia proteína, naturalidad y deleite.
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