Si al mar se le otorga con permiso académico los dos géneros, el masculino y el femenino, -y así tenemos que se habla del mar o más líricamente, de la mar-, con el calor no sucede lo mismo. La Real Academia especifica que «en la lengua general culta» el calor es masculino. «No obstante, hay zonas de España y de América donde está extendido su uso en femenino», prosiguen desde la RAE mientras dan esplendor y nos marginan al flamenquín del diccionario. En esas zonas de España que somos los del sur, el calor se feminiza cuando es mucho, cuando los grados saltan, cuando al cruzar la calle te pesa la vista y te falta el resuello. Este apunte da para un estudio subvencionado sobre el heteropatriarcado climático y su reflejo en el lenguaje. Aquí lo dejo para Osuna y Amor, a las que ayer descubrimos como intrépidas investigadoras gracias a Martín-Górriz, columnista on-the-wild-side.
Aunque a los del sur se nos mira con demasiados estereotipos y generalmente por encima del hombro, el hecho de que no hagamos uso de la lengua general culta para hablar de los grados centígrados engrandece el uso del español sin pinganillos pagados por el pueblo. Solo cambiando el género al sustantivo ya queda adjetivado, definido y concretado: hace mucha tela. Y se entiende. El matiz lo capta desde un catalán profundo y estelado hasta uno de Chopera que diga ‘ejque’.
Pero más allá de la lingüística, junio nos ha traído un calor que es una calor de julio por derecho o de agosto travieso, y de la cual tuvimos un anticipo al final de mayo, cuando tratábamos de vacilar de feria mientras trazábamos la huida a Fuengirola. Lo que ocurre es que esta calor viene con el peso no solo de los grados sino de las culpas: eso nos pasa por malos. Ya lo señalan los mapas meteorológicos con sus colores del averno avisando de que el apocalipsis climático se acerca.
Y aquí estamos. Pagando nuestra penitencia. Pagando a Hacienda en este mes. Pagando a los íntimos de Sánchez y a sus votantes. Manteniendo toldos sostenibles que no se han colocado aún, árboles que dan más alergias que sombra, urbanistas encantados de haberse conocido que nos tienen ahítos de granito. Y muchos discursos sobre la sostenibilidad y sus objetivos de controlarnos el bizum, los bulos y la salida por la tangente, la de las conspiraciones locas y la ultraderecha, esa amenaza mayor que el cambio climático, según los burócratas y los mantenidos.
La calor, la que se desvanece por las calles de la Judería, en los patios antiguos, tras los gruesos muros de casas centenarias sin certificación energética, mientras nos crece el bochorno de ver cómo nos tratan. Como si no hubiéramos conocido veranos precoces. Como si no nos hubieran robado corruptamente antes con una promesa gatopardista de que existe un futuro mejor. Ese que nos venden mientras nos salvan del fin del mundo y que aquí aprendimos a desmontar hace mucho con abanicos, búcaros, vecinas en la puerta y una vida más fácil y paciente, sin tontos explicándonos qué es un golpe de calor cuando llega la calor.