Militares en Afganistán

Dos guerrilleros uniformadosGM

Crónicas Castizas

Érase una vez en Afganistán

«Trabajamos con el fusil al hombro, antes rifles de un solo tiro, ahora Kaláshnikovs capturados al enemigo»

Corre el año 1988, en un sótano tras recorrer un túnel largo y oscuro me recibe el hoyatolislam Hadi, jefe muyahidín de la yihad afgana chiita. Le acompañan dos guerrilleros uniformados, uno de rasgos asiáticos se identifica como Daftar, «jefe militar muyahidín en Kabul», es un hazara; el barbudo no se identifica, ocupado en tomar apuntes y fotografías.
El hoyatolislam habla gravemente, con seguridad en la palabra y una cierta timidez en la mirada, sombreada por el negro turbante de seyyed, descendiente del Profeta. Sus ojos están adornados por khol, unos polvos que los delinean.
Antes de comenzar la entrevista, Hadi se encomienda al Dios Misericordioso: «Besmelahe, Rahmane, Rahim». Me prohíben hacer fotos. Dejo la Nikon FE sobre la mesa y con el codo logro disparar disimuladamente una foto desenfocada a Daftar y a su camarada.
Le pregunto qué ayuda recibe su guerrilla del exterior. Hadi me atraviesa con su mirada, dos carbones encendidos en un rostro tallado en piedra, se enoja, piensa que le he llamado mercenario. Hay cólera en la voz contenida de ese gigante vestido de negro: «Nuestra lucha no vive de la ayuda financiera de unos paganos». Los quince partidos afganos de entonces recibían apoyo de partes tan diversas como Arabia Saudí, Estados Unidos, Paquistán o Irán, según su sensibilidad.
Hadi rechaza tanto un gobierno mixto de sunnitas, chiitas y comunistas como el gabinete provisional propuesto por los sunnitas. Mantiene que el 30 % de la población afgana es chií, afincada en las regiones centrales, muchos en Hazareyet. Son los hazara, de rasgos asiáticos, como Daftar. Para Hadi habrá acuerdo en dos meses, aunque su jefe, el ayatolá Mohseni, lo ha rechazado. La disensión se produce en torno a las cuotas de poder para cada facción musulmana. Los chiíes reclaman un mínimo de dos asientos en el gobierno provisional muyahidín, un tercio de los cargos en todas las instituciones y la aplicación de justicia a los chiitas por sus propios tribunales. También exigen la equiparación oficial del idioma darí, un dialecto del farsi, con el pastún.
«El Gobierno caerá en unos seis meses», pronostica Hadi, aunque reconoce que «los partidos no tienen planes… habrá que empezar desde cero».
¿Cómo desarmar a los muyahidines una vez conseguido el gobierno islámico? ¿Cómo reinsertarlos?
«Nunca hemos dejado de trabajar –explica un tanto indignado– ¡Nunca! Trabajamos con el fusil al hombro, antes rifles de un solo tiro, ahora Kaláshnikovs capturados al enemigo. Queremos la paz y cuando la tengamos, abandonaremos las armas. Hemos luchado como hombres, como nos dice el Corán». Escéptico, pienso que los afganos no han dejado las armas desde que Alejandro Magno pasó por allí.
Sobre los coches-bombas en Kabul, Daftar interviene y niega enfático: «no son coches, son camiones», claro los coches son una minucia. Los justifica por su uso contra las jefaturas soviéticas, que suelen estar inmersas en la ciudad responsabilizando a «los rusos» de los civiles muertos.
Sobre la lucha contra los helicópteros soviéticos blindados, Mi se explaya y menciona los misiles Stinger, los lanzagranadas RPG7… antes de que Hadi le interrumpa y asevere tajantemente que ellos no usan Stinger, que son de muyahidines propaquistaníes (aquí todo el mundo es pro algo), alejando de sí el origen americano de las armas. Hadi diserta sobre calibres, recitando milímetros. El traductor intenta engañarme evitando la palabra Stinger que se repite en el parlamento de Daftar y Hadi, no en vano dicen traduttore traditore. Nota mental: te has quedado sin propina, Mahmud.
Hadi cojea y le pregunto cómo fue herido. Las manos se le van a la pierna coja. Sonríe y replica: «En guerra es fácil ser herido», sin mencionar los combates en Chahar Kant, Chandal y Belehsar. Evita el tema y añade piadoso que a los rusos muertos «los enterramos o los devolvemos».
Resume las tácticas utilizadas por «los rusos» en la lucha antiguerrillera, pasando del cóctel de helicópteros Spetsnaz a los bombardeos masivos, usando incluso armas químicas. Habla de las quemaduras y el aspecto de los muertos sin heridas externas. El gigante de negro lamenta disparar sobre afganos, dice, pero la culpa es suya por mezclarse con las fuerzas soviéticas.
La invasión rusa de 1980 la juzga como una advertencia del Kremlin dirigida tanto a los persas como a los propios musulmanes soviéticos. Añade: «Todos fuimos a la lucha, hombres y mujeres. Llegaron ciento ochenta mil rusos u los partidos Jalk (Pueblo) y Parchán (Bandera) se alinearon con Moscú».
Con la anunciada salida del Ejército Rojo, tras casi diez años vietnametizándose –que perdone el lector el palabro que diría Unamuno– en Afganistán, los muyahidines se sienten fuertes, han vencido al oso ruso y añadido la traumática derrota a la perestroika. Una caricatura de Fajr-i-Ommid, un periódico chiita, muestra un muyahidín expulsando a Gorbachov. Ese guerrero ignoto lleva dibujado un anillo de plata que coincide con el de Hadi.
Termina la entrevista y el hoyatolislam se apoya en su recio bastón para alzarse sobre sus dos metros de estatura. Viste de negro de pies a cabeza. Le siguen Daftar y el secretario silencioso.
Días después veré a Daftar salir cargado de cajas con ropas y juguetes de unos grandes almacenes persas. Iba como un niño con zapatos nuevos y había sustituido su desgastada guerrera verde oliva por una camisa a cuadros que le daba un aspecto inofensivo.
El entrevistado siguiente es el ingeniero Mohammad Alí Mohsen, carece de la prestancia de Hadi. Se presenta como presidente político de la Unión Islámica de Afganistán, en el santuario paquistaní. Sus explicaciones son políticas. Me aburre. Su figura decepciona pero es el único capaz de navegar explicando el maremágnum de grupos, alianzas y rupturas que alfombraban Afganistán entonces.
Años después, el ingeniero Mohsen fue ministro y Hadi murió en combate. En las madrasas los talibán (estudiantes) comenzaron a organizarse en torno a un mulá tuerto de nombre Omar.
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