Emblema de zapadores Paracaidistas.

Emblema de zapadores Paracaidistas

Fuerzas Armadas  El cabo caballero legionario Muro en el pelotón de Castigo

Recibía el sobrenombre de «El periódico» por los múltiples tatuajes que decoraban su piel cetrina; de hecho, era una broma habitual en las duchas heladas del Cuartel de la Concepción, en Ronda, pedirle que se diera la vuelta: «Mi cabo ya le he leído la espalda. A ver, pase la página».

El cabo Alejandro Muro lucía en el pecho el rokiski, las alas de paracaidista. Procedía de una pequeña unidad. Los Zapadores paracaidistas del Ejército del Aire, tropa de élite. Creados cuando los paracas en España seguían el modelo alemán y estaban adscritos al Ejército del Aire como los teutones a la luftwaffe de Hermann Göring. Posteriormente se siguió el modelo de Estados Unidos, nueva hegemonía, con la creación de la Brigada Paracaidista dentro del Ejército de Tierra, que también son caballeros legionarios porque fueron fundados por la Legión.
El cabo Alejandro tenía un tipo quijotesco. De grandes patillas a lo Curro Jiménez. Muy delgado y moreno. Rudo pero buena persona. Fue el primero que me enseñó a vestir la camisa legionaria. Recibía el sobrenombre de «El periódico» por los múltiples tatuajes que decoraban su piel cetrina «de aquella manera», que diría Manuel Caro. De hecho, era una broma habitual en las duchas heladas del Cuartel de la Concepción, pedirle que se diera la vuelta: «Mi cabo ya le he leído la espalda. A ver, pase la página».
Cuando te tocaba guardia, que era frecuente, pues no éramos tantos aunque se alistara gente todos los días, te podía tocar una guardia de principal, en que tenías que estar tieso como un huso, y con la cabeza bien alta. Con generales y coroneles entrando y saliendo, en posición de firmes durante muchas horas. Yo bromeaba con el cabo de guardia diciéndole que como el enemigo viniera gateando no le íbamos a ver, estando el centinela en esa postura. Sin embargo, la guardia más larga pero relajada era la de polvorín, dentro del Fuerte. Allí cubríamos una puerta y una garita con muy buena visión, por si venía un sargento a controlarnos, que sí venían. Según el cabo con quien te tocara, tenías más o menos vidilla, especialmente el Viejo-Viejo, un as abriendo candados de cualquier tipo, no para chorar sino como demostración de maña. En una ocasión entramos con el cabo Muro de jefe de la Guardia y cuatro litronas de cerveza que no recuerdo cómo logramos pasar hasta allí sin ser descubiertos, dado lo escueto y ajustado de nuestros uniformes verdes de campaña, tras pasar por las manos del sastre chileno. Teníamos cerveza, sí, pero ningún abridor y cuando íbamos a hacer uso de los labios de los cargadores para quitar las chapas, lo que estaba estrictamente prohibido por el armero, el cabo Muro nos arrancó una litrona de las manos y nos dijo con su voz cazallera: «¡Así abre una botella un legionario!». Y golpeó el gollete contra la pared del polvorín. Pero en lugar de el gollete se rompió toda la botella. Y no pudimos evitar un grito de consternación. No contento con ello, el cabo volvió a coger otra botella y repitió la maniobra. Con el mismo resultado. Al coger la tercera ya encabezonado se cumplió el axioma de Albert Einstein: Si siempre haces lo mismo, no esperes distintos resultados. Solo quedaba una botella, que pudimos salvar con ruegos y trucos. Para evitar que el cabo le diera el mismo destino que a las anteriores.
Tiempo después instauraron la policía militar legionaria. No era una unidad específica, sino algunos de nosotros asignados ese día a vestir el brazalete negro con las siglas PM, una porra y una pistola con correaje blanco.
Un grupo de legionarios montó una trifulca en una tasca y cuando enviaron a una pareja de la policía militar, los legionarios del bar gritaron «a mí la Legión» y cumpliendo el juramento legionario, la policía militar, también legionaria, se unió a ellos y siguió combatiendo contra los insurrectos del local. Todo aquello acabó en un enorme cabreo del General Tomás Pallás Sierra, y el cabo Alejandro Muro y otros legionarios, muchos de ellos gastadores, acabaron en «la pelota», el pelotón de castigo. Nosotros nos quedamos estupefactos al verle sin hombreras, sin galones y sin la borla colgando del chapiri. El pelotón trabajaba hubiera o no tarea que hacer, si hacía falta sacaba brillo a las rocas o hacía hoyos que luego tapaba. El jefe de los vigilantes del pelotón era un primero del que decían que le gustaba practicar el tiro al blanco contra la puerta donde estaban encerrados los presos de la pelota, que poco a poco se volvieron más duros a base del régimen de plomo y pico y pala. Entonces recordaron el espíritu del pelotón de castigo: «Sufrir arresto en el pelotón es un derecho del legionario que pecó militarmente; derecho que no debe desposeérsele ni con indultos ni atenuaciones, y mientras que ejerce este derecho y paga sus deudas, ha de tener el orgullo de buen pagador, que cuanto más plenamente realice el pago más se despega de sus faltas, que al terminar su correctivo deja de pesar sobre él, puesto que lo liberó pagando su justo precio».
Curiosamente, los vigilantes del pelotón, nadie quería serlo, con una deshonrosa excepción, acababan siendo clientes de la pelota y los que se pasaban probaban el agujero. Y si años antes había desparecido el pesado saco que los condenados llevaban a la espalda, al principio con alambres, terminó por desaparecer el pelotón de castigo.
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