Una lanza rápida y frágil se aproxima a un buque en el Índico.

Una lancha rápida y y hostil se aproxima a un buque en el Índico.Generada por IA

Crónicas castizas

Combatiendo a los piratas en el Índico

La cuestión era nuestra oferta empresarial, la que presentamos, consistía en ser más rentables para la pesquera que los forajidos africanos al evitar los secuestros y consiguientes rescates de buques y tripulaciones en el Golfo de Adén

La idea fue del abogado y el contacto para llevarla a cabo también. Tardó en organizarlo pero tenía las conexiones necesarias para hacerlo y lo bordó. El planteamiento era sencillo, como suelen serlo los buenos. Proteger a los pesqueros de una empresa europea en el cuerno de África de los codiciosos ataques de los irreductibles piratas somalíes: el secuestro expreso y el consiguiente rescate exigido a la compañía de turno. Ellos, los flacuchos, partían de la costa, se acercaban a su víctima naval y si hacía falta amedrentar, que la hacía, realizaban disparos de AK 47 en tiro automático o lanzaban una granada de carga hueca, un exceso, con un RPG 7.

La cuestión de la oferta empresarial que presentamos consistía en ser más rentables que los forajidos africanos al evitar los secuestros y consiguientes rescates de buques y tripulaciones en el Golfo de Adén.

Entonces aún no se impartía formación para vigilantes jurados en esas lides y tampoco ejercían. La iniciativa privada cubrió el hueco antes de que florecieran los reglamentos apocantes.

Para llevar adelante la idea se formalizó una empresa en Sofía, aunque pagando impuestos en España. Y como elemento humano se contrató a antiguos legionarios de la Bandera de Operaciones Especiales, licenciados o algo por el estilo, gente bragada y decidida, con formación suficiente. Juan era uno de ellos. En unas prácticas en un hotel, él, uno de tantos, el más pequeño de los uniformados de verde, desarmó a quien esto escribe en un santiamén durante un supuesto táctico.

Ellos, los legías, navegarían en los pesqueros y se ocuparían de disuadir a los piratas de los aviesos abordajes a base de disparos de advertencia, los que fueran menester. Y no se quedó en teorías sino que hubo que hacerlo. Juan hizo uso de su ametralladora del calibre 12.70 y hundió más de un frágil esquife obstinado, sin rematar a los piratas que nadaban en el Índico. «¿Para qué? Ya no podrían hacer daño», explicaba Juan.

El problema surgía cuando los buques de guerra de la operación Atalanta, ineficientes para impedir los secuestros sí abordaban los pesqueros para fiscalizarlos y estorbar un rato. Entonces bajo la amenaza de las onerosas multas Juan sabía que era el momento indicado para arrojar el armamento por la borda al mar, instrumental que volvería a comprarse de nuevo a relativo bajo precio en Mozambique, a miembros del ejército, donde también los centinelas descasaban de vez en cuando, a los que se prevenía de dos cosas: el suelo estaba cuajado de minas antipersonales, recuerdos de guerras recurrentes, y el azote del SIDA. Eso les había contado un periodista, también veterano legionario, en las reuniones informativas previas antes de partir a la misión.

Militares de ese país africano en alguna ocasión acompañaron a los vigilantes en los buques nodriza, siendo causa de algún problema casi grave: eran soldados africanos con fusiles kalashnikov. Por el consumo desaforado de alcohol, Juan le hubiera aplicado al borrachín uniformado de turno un correctivo como los del cabo primero Ibáñez, pero había que mantener buenas relaciones porque eran los proveedores de armamento y de legitimidad para las actuaciones de los pesqueros armados en aquellas aguas.

De vez en cuando los contratados tiraban del teléfono vía satélite para informar de un ataque, comunicar un relevo o para hablar un rato con la patria. Se les pagaba bien y donde indicaban, Juan comunicó la cuenta corriente de su mujer directamente. Cuando regresaban a España para hacer relevos, dos prósperos compañeros de la Bandera los atendían de forma espléndida, por cuenta de la empresa, para distender los nervios destemplados de la vigilia del vigilante en fervoroso cumplimiento de su deber de soldado de alquiler.

Hasta que un día la parte contratante que diría Groucho avisó a la empresa de servicios que les daba seguridad de que pasaran a cobrar el último pago, iban a cambiar de compañía por otra con mejores contactos empingorotados, gente de más lustre. Juan llamó a sus jefes y les pidió permiso para aceptar la oferta de contratación de la nueva empresa. Se lo dieron de forma inmediata, agradeciendo la cortesía y rumiando sobre el oportunismo de los nuevos empresarios que les habían dejado en la calle y recurrían a su mismo personal, de probada eficiencia.

Lo autorizaron, dado que no se trataba de dejar a los chicos colgados sin empleo porque la competencia les hubiera quitado el negocio y tuviera el descaro de contratar al mismo grupo que habían tenido ellos. Como a veces sí hay justicia, karma le dicen los modernos, poco tiempo después, la pesquera europea declaró suspensión de pagos y la nueva empresa se quedó colgada de la brocha en la cola de acreedores y a Juan lo dejó cavilando en ingresar como «madero», aunque iba a estar peor pagado que de soldado corporativo si no lograba acabar de guardia en las filas de una policía autonómica, con mejores estipendios que sus colegas nacionales. Como dicen los que saben, «si pagas en cacahuetes terminas trabajando con monos».

Y esa fue, querido lector número tres, mi efímera experiencia empresarial tras nueve años llevando El Rotativo, el periódico del CEU.

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