Hora de visita en un hospital
Crónicas castizas
Noches de hospital
Llamada a la enfermera para decirle: «La máquina hace pi». Venía y hurgaba en los cables de mi vetusto vecino nonagenario, sordo y miope, mantenido y alimentado por vía intravenosa por la máquina que hace pi
Las noches de hospital son ajetreadas. Durante ellas, entran las enfermeras, te despiertan y te sacan sangre, te despiertan y te meten inyecciones, te despiertan introduciendo un termómetro por tu oreja, te despiertan y te preguntan si necesitas algo como una pastilla para dormir. Las noches de aquel estreno sanitario, una máquina hacía «pi pi pi», agudo, fuerte y constante cada vez que se estropeaba, ella sabría por qué. Llamada a la enfermera para decirle: «La máquina hace pi». Venía y hurgaba en los cables de mi vetusto vecino de 90 años, sordo y miope, mantenido y alimentado por vía intravenosa por la máquina que hace pi.
Aullaba y padecía cada vez que en su cuerpo enjuto hurgaban a la búsqueda impracticable de una vena, una arteria. Acabó amarrado a la cama, porque desatado se quitaba las vías y arrancaba los cables poniéndose en pie. Inmóvil, con pañales. Era casi obsceno. Le dieron el alta a los tres o cuatro días de mi entrada. El paciente solazaba mis noches con sus clamores y quejidos, mayores cuanto menor era la cercanía de las enfermeras; hacía gargajos y escupía las flemas sobre la cortina que a modo de muro de plástico separa nuestras camas. Manchas rojas y verdes que ni siquiera me asqueaban ya.
Le relevó como compañero en la habitación un peón esmirriado, nacido en Castellón, que había venido con su mujer a parir una hija. Salió diagnosticado como diabético ¡Sorpresa!, algo anunció ya su exótica entrada en calzoncillos, delgado como Gandhi y peludo de nariz para abajo. Las enfermeras se apalancaban con él y le contaban la versión entusiasta de qué hacer con su vida a partir de ahora.
Los médicos son amables e inquisitivos. Van seguidos por discípulos jóvenes con batas blancas. Se sientan confiados a los pies de la cama. Tocan, palpan, auscultan, siempre preguntan. Dan confianza y un cierto respeto que amnesia las preguntas programadas que querías hacer. Cuando salen, dignos y afables, la máquina les saluda con un «pi» sostenido que ignoran. ¡Qué inventen los enfermeros! Ellos son los samuráis del hospital, enfundados en sus sencillas batas blancas o con sus pijamas verdes, con el estetoscopio a modo de cordón que proclama su mando. Algunas enfermeras llevan colgada una pequeña muñeca sobre el pecho izquierdo.
Uniformes y colores jerarquizan el hospital donde los sillones y las servilletas son azules intensas, azul mahón de la Seguridad Social de José Antonio Girón.
Una prueba previa la suspende mi doctor. Es la que había mandado aquella médico de urgencias a quien comenté que sus apellidos Campo y Dávila eran clásicos de España; «y de Venezuela», me replicó. Quería ser médico desde que estaba en primaria en su tierra del altiplano. Me previno contra la tensión alta, años después entendí la razón de forma abrupta. Otra prueba la adelantan. Ahora entiendo por qué nos llaman pacientes. La organización es alta y precisa, la posibilidad de dormir no.
La auxiliar de limpieza me esclarece blandiendo su herramienta, que a ella lo que le gusta es «agitar, dar caña y tener poder», quería decir empoderarse, pero no conocíamos la palabra entonces ninguno de los dos, habla así cuando le indico que abusa verbalmente del abuelo porque está atado en la cama. Me pregunto si se confiesa conmigo porque tengo cara de cura, cosa que dudo dado el tiempo que llevo sin rasurarme ni trasquilarme.
A pesar de estar bien sostenido, vigilado y cuidado por legiones de mujeres, consigo mi deseo de obtener la anhelada alta hospitalaria, momento que no tienes tiempo de celebrar porque salgo disparado del sitio donde mejor me han tratado, agujas aparte, en mucho tiempo.