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El crucifijo desaparece de las escuelas por orden de la República

Dios desaparece de la vida pública: la defensa carlista de devociones frente al laicismo republicano

Los carlistas también trataron de demostrar la catolicidad del pueblo español a través de celebraciones públicas organizadas en torno a estas devociones, como arma contra la política anticlerical de las izquierdas

Durante la Segunda República, los carlistas trataron de fomentar celebraciones religiosas en torno a la Santa Cruz, al apóstol Santiago, Cristo Rey y al Sagrado Corazón de Jesús, ya que podían constituirse en un medio para contribuir a la reproducción y al fortalecimiento de la identidad tradicionalista, al no hallarse ausentes de una intensa carga propagandística. Y es que la construcción y perpetuación de una identidad colectiva resulta ser una tarea esencial de todo movimiento político y social que ansíe el triunfo de su acción y su persistencia como tal corriente en el curso del tiempo. Paralelamente, los carlistas también trataron de demostrar la catolicidad del pueblo español a través de celebraciones públicas organizadas en torno a estas devociones, como arma contra la política anticlerical de las izquierdas.

Devociones regionales

La identidad carlista necesitó estimular ciertos valores, creencias y símbolos que hundían sus raíces en el carlismo el siglo XIX, por lo cual se volvió a intentar convertir en categorías políticas propias el culto al Sagrado Corazón y a Cristo Rey, tanto por su contenido identitario carlista como por ser una devoción que había formado parte de la movilización católica a comienzos del siglo XX contra los avances secularizadores y que podía ayudar a converger a numerosos católicos hacia el carlismo. Unidas a éstas, existió un número nada despreciable de devociones regionales o provinciales que los carlistas locales utilizaron para fomentar la adhesión a su proyecto.
En el caso de Álava y Navarra, los jefes carlistas impulsaron la devoción a san Francisco Javier y su imagen de enérgico navarro, volcado en una labor misionera por cristianizar el mundo en nombre de España. San Miguel de Aralar, san Fermín y sus fiestas, la procesión de los faroles en Vitoria, la festividad de las candelas, el Corpus y su octava, la novena de la Purísima, la barroca Semana Santa con su Vía Crucis y su procesión silenciosa del jueves... fueron empleadas también.

Todas estas devociones fueron utilizadas como manifestaciones populares contra una República laica que intentaba suprimirlas

Al sur, los carlistas andaluces celebraron como algo propio la festividad de san Hermenegildo al ser nombrado patrono de la región por las autoridades tradicionalistas. La figura de este monarca, mártir de la religión, fue agrandada popularmente, ya que su sangre derramada había sido semilla de la Unidad Católica de España, cuya restauración era compromiso de los tradicionalistas con la protección del Sagrado Corazón de Jesús y la mediación de la Virgen del Pilar y los santos reyes. Todas estas devociones fueron utilizadas como manifestaciones populares contra una República laica que intentaba suprimirlas, acusación que fue asumida en función de la política anticlerical defendida por la conjunción republicano-socialista entre 1931 y 1933. Los tradicionalistas quisieron presentarse, de esta manera, como la España real frente a la España oficial, es decir como la sociedad civil frente a un Estado alejado de la realidad.

«Las santas armas del combate»

El pretendiente carlista, Alfonso Carlos I, emitió un decreto, el 6 de abril de 1932, por el cual –ante la herida abierta a los católicos por el destierro del crucifijo de las escuelas por orden de la República– animaba a convertir en altares vivos los pechos de los creyentes, estableciendo para la Comunión Tradicionalista la celebración de la fiesta del Triunfo de la Santa Cruz. Ordenó que se celebrara cada 3 de mayo una velada en todos los círculos carlistas y toda la prensa afín debía publicar artículos enalteciendo ese símbolo de fe.
En Pamplona se organizaron misas de comunión ante el Santo Cristo del trascoro de la catedral, muchachas encuadradas en las Margaritas velaron la imagen con arreglo a un estricto horario, finalizando los actos religiosos con una función solemne. En Madrid y otras provincias, los católicos también ostentaron cruces y colgaduras, lo que motivó que algunas autoridades republicanas intervinieran prohibiendo su exhibición pública. En 1933, los carlistas sevillanos celebraron conjuntamente la festividad de la Santa Cruz con la de san Hermenegildo, organizando una hora con meditación, confesiones, misa y círculo de estudios. Se cursó la orden que penitencia, comunión y trabajo debían ser «las santas armas del combate».
No debe olvidarse que, durante la Segunda República, la izquierda anticlerical trató de mermar o destruir totalmente las manifestaciones rituales católicas en la vida pública, en la calle, al aire libre, recluyendo de esa manera simbólicamente la religión al interior de las casas, al interior de la vida de cada ser humano. La secularización republicana intentó suprimir los recursos espaciales de santificación que organizaban los ciclos y los episodios de la vida comunitaria de los españoles.

La reconquista de las calles

Los carlistas –y otros grupos católicos– reaccionaron en contra, promoviendo las manifestaciones de devoción públicas, reconquistando la calle para la religión. De ahí que numerosos tradicionalistas y miembros de Acción Popular monopolizaran la directiva de las cofradías religiosas, lucieran cruces y rosarios, defendieran el mantenimiento de imágenes y símbolos en edificios, cementerios y espacios exteriores. Si los partidarios de la secularización creían que, de esa manera, se rompía la identificación comunidad-religión (España-catolicismo) los carlistas reaccionaron a la inversa, ya que su idea de Patria estaba unida consustancialmente a la de Religión.
Si los primeros insistentemente denunciaron los rituales, los tradicionalistas participaron en procesiones, misas masivas, bendición multitudinaria de banderines de requetés o de centros políticos… reafirmando con su presencia física el valor del ritual religioso. Eso sí, ritual en cuanto ligado a un sistema simbólico propio de una sociedad tradicional a la que consideraban como un ideal a conservar. Y en muchos casos la reconquista de la calle supuso una manifestación de fuerza, como la que protagonizaron unos requetés sevillanos escoltando el viático para un enfermo, ante las maniobras para impedir la ejecución del sacramento por parte de anticlericales radicales. Y es que la violencia fue un activo en la vida política y social durante la Segunda República.