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Historias de la historiaAntonio Pérez Henares

Juan Martín Díez «El Empecinado», gloría y tragedia del gran guerrillero español

Sus restos reposan en el mausoleo que se erigió posteriormente por suscripción popular en Burgos

Juan Martín Díez, El Empecinado (c. 1881), réplica de Goya por Martínez Cubells

Juan Martín Díez, el Empecinado, es todavía hoy un personaje presente en el recuerdo y la leyenda de esas tierras del norte de Guadalajara en las que nací y me crie de niño, y que un día señoreó el poderoso castillo de Atienza, la Peña Fort del Cantar del Cid. Sus éxitos contra los invasores franceses en aquellos escenarios le llevaron al mando de lo que ya más que una guerrilla se convirtió en un verdadero ejército: la División Guadalajara, que llegó con sus incursiones hasta el mismo Madrid.

Su querencia por Atienza hace que hasta el día de hoy algún paisano le haga natural de allí. No lo es, pues está más que demostrado que su nacimiento, padres, abuelos y hasta casa familiar en el pueblo vallisoletano de Castrillo de Duero, pero sí es verdad que tuvo predilección por la Peña Fort, y que tras sus ataques a los franceses gustaba de refugiarse al amparo de su fortaleza y tras las poderosas murallas de la que fue en tiempo muy poderosa villa medieval.

Tanto fue así que el general Hugo, padre del genial escritor —que de muy chico lo acompañó—, a quien traía por mal traer, harto del juego, hizo dinamitar no pocos lienzos de las fortificaciones para acabar con tal situación. Vamos, que al apellido Hugo las gentes del común de la Tierra de Atienza le «debemos» algo más que la genialidad de su hijo.

En mi propio pueblo, Bujalaro, queda recuerdo de aquello en la propia toponimia: un lugar llamado «el barranco del francés». Supe el porqué nada menos que por Benito Pérez Galdós, muy buen conocedor de mi provincia, como dejó demostrado en sus obras y en una de las mejores de sus monumentales Episodios nacionales, la dedicada a Juan Martín Díez, el Empecinado.

Portada de la obra de Galdós

En su novela detalla una escena de la Guerra de la Independencia: una emboscada de las tropas del guerrillero a un destacamento de caballería francesa. Los jinetes gabachos vinieron por el Camino Real y comenzaron a descender de las Alcarrias, por el barranco de Fuente Rey.

Antes de llegar a la fuente, y desde las cuestas de ambos lados, los guerrilleros comenzaron a hacer fuego sobre ellos, causándoles gran mortandad. Los supervivientes huyeron al galope buscando llegar a la pequeña llanada, pero allí se toparon con otra emboscada de los españoles ocultos en la reguera. Entonces, a la desesperada, picaron hacia arriba de nuevo, intentando remontar por el siguiente barranco.

No sé cómo les iría y si alguno llegó a salvarse, pero por lo abrupto y angosto de la subida me da que muy mal. Alguno de mis paisanos más viejos, a mediados del siglo pasado, me llegó a contar que a él le había contado su abuelo que una vez le salió, arando, una coraza de un francés.

El gran guerrillero, símbolo de la resistencia al invasor, del coraje y la valentía de todo el pueblo español rebelado contra la dominación de un país extranjero y su terrible capacidad militar, es símbolo —en este caso terrible y trágico— del negro epílogo de aquella lucha heroica, cuando tras la victoria contra los franceses, el rey «Deseado», a quien habían repuesto en el trono, se lo «pagó» haciéndolo ejecutar.

Casa natal en Castrillo de Duero

Juan Martín Díez nació en Castrillo de Duero (Valladolid) el 2 de septiembre de 1775. Era hijo de un campesino de posibles y buena hacienda, al que desde muy joven le tiró lo militar. El mote «el Empecinado», aunque hoy tenga otro significado —entre determinación y tozudez—, venía por el apodo que se daba a los nativos de aquel pueblo y por el cieno (la pecina) de un arroyo que lo atravesaba, el Botijas. Sin duda, Juan ennobleció el mote.

Enrolado en los ejércitos del rey de España, ya se las vio muy joven con los franceses, pues a los 18 años participó en la campaña contra ellos en el Rosellón y, durante los dos años que duró, ya les cogió mucho «cariño».

No parecía que su carrera en las armas fuera a ir mucho más allá. Retornado a su pueblo, al año siguiente se casó con una joven burgalesa, Catalina de la Fuente, de Fuentecén, lugar donde se instaló en 1796 como labrador, dispuesto a vivir en paz y en la tranquilidad del campo. Y así lo hizo durante los siguientes doce años. Todo lo trastocó la invasión napoleónica de 1808, que acabó por levantar a las gentes de toda condición, y en muchos casos aún más a los más humildes y sencillos.

En su caso, como en tantos otros, fueron los atropellos de los invasores y el desvalimiento ante su poder y abusos lo que les hizo empuñar lo primero que tuvieron a mano y lanzarse contra ellos. El detonante para Juan Martín Díez fue la violación de una de sus jóvenes vecinas por un soldado francés. No cabía esperar justicia alguna y el Empecinado la ejerció por su pueblo y sus gentes: lo degolló y, acto seguido, huyó a los montes.

No se fue solo. Se le unieron familiares y amigos del pueblo y de otros alrededores, que comenzaron a hostigar —aprovechando su conocimiento del terreno— a pequeños grupos, carruajes y jinetes que hacían el camino de Burgos a Madrid. Con sus rápidos asaltos, consiguieron armar una pequeña partida.

La guerrilla del Empecinado se enroló al poco con el ejército regular que intentaba plantar cara a la maquinaria de guerra francesa y participó en los combates de Cabezón del Pisuerga y Medina de Rioseco. Esta última batalla —un desastre— le hizo comprender que, en campo abierto y ante la superioridad armamentística, táctica y profesional del ejército napoleónico, no tenían nada que hacer, y que la guerrilla era la única posibilidad de resistir, causar bajas y sobrevivir.

Acuarela de guerrillas atacando a columna de tropas francesas (1907)Alfredo Roque Gameiro

Su genio militar afloró con tal rapidez que, en aquel mismo año, ya se hizo notar e hizo sufrir lo suyo a los destacamentos franceses por la cuenca del Duero, causándoles muchas pérdidas en acciones como las de Aranda de Duero y, después, ya por tierra segoviana, en Sepúlveda y Pedraza. Le supuso ser ascendido por la Junta Militar a capitán de Caballería y su radio de acción se extendió a las sierras de Gredos, Ávila y Salamanca, llegando en sus incursiones a las provincias de Cuenca y, más tarde, a las de Guadalajara, convirtiéndose en el norte de esta provincia en un verdadero azote de todo destacamento francés que se arriesgaba fuera de las ciudades.

Tal fue el daño causado que el mando francés encargó entonces al general Hugo la exclusiva misión de acabar con él. Lo intentó con todas sus fuerzas y saber militar, y fracasó estrepitosamente. Entonces optó por hacer apresar a su madre y a algunos de sus familiares, intentando doblegarlo. Solo consiguió aumentar su furia. Hizo llegar al general Hugo la amenaza de que, si no liberaba a su madre, fusilaría de inmediato a cien soldados —y también oficiales franceses— que tenía en su poder. Su madre y su familia fueron puestos en libertad.

Los años 1811 y 1812 los pasó, tras haber conseguido escapar de Ciudad Rodrigo, donde lo habían cercado los franceses, casi por entero en tierras alcarreñas, al mando del regimiento Húsares de Guadalajara, o División Guadalajara, que llegó a contar con 6.000 hombres y que se convirtió en el terror de los franceses, llegando a asomarse al mismo Madrid. Instaló su base de operaciones primero en Brihuega y después en Torija, en el viejo castillo de origen templario, que, al tener que abandonarlo, lo hizo volar para que no pudiera ser utilizado como refugio por los franceses. O sea, lo mismo, pero al contrario que lo que el general Hugo había hecho con él en Atienza.

Regimiento Real de Minadores-Zapadores abandonando Alcalá de Henares el 24 de mayo de 1808

Los contraataques franceses consiguieron poner cerco a Alcalá de Henares, donde se encontraba con parte de sus tropas y algunas unidades más. La defensa de la ciudad fue un éxito, y su participación en ella, decisiva, sobre todo en el combate sobre el puente del Henares, donde, con muy pocos efectivos, derrotó a un número muy superior de enemigos, a los que hizo retroceder y huir. La ciudad le levantó por ello un monumento, una pirámide, que luego el rey Felón, Fernando VII, hizo destruir. Sin embargo, en 1879 los alcalaínos, y en especial los universitarios, levantaron otro monumento en su honor, que se conserva hasta hoy.

Ya en 1814, vencidos los franceses, fue nombrado mariscal de campo y, como anécdota significativa de su impronta y prestigio, obtuvo el derecho a firmar como «El Empecinado».

El retorno del rey Fernando VII y la restauración absolutista supusieron la peor amargura para él, al que el monarca consideraba un liberal. Le quitó todo mando y lo desterró a Valladolid.

La traición y venganza del rey contra quienes tanto habían contribuido a restaurarlo en el trono —tras haber estado él sumiso y entregado a Napoleón— terminó por hacer estallar la sublevación. Fue el Pronunciamiento de Riego. El Empecinado volvió a las armas y los partidarios de Fernando VII se vieron superados. El rey entonces se plegó —o aparentó hacerlo— y juró solemnemente la Constitución de Cádiz.

El Empecinado fue nombrado por el gobierno liberal, primero, gobernador de Zamora y, luego, capitán general. Pero el aparente acatamiento al nuevo régimen por parte del monarca solo fue una añagaza: lo que hizo fue ganar tiempo y preparar una alianza con el ahora también restaurado rey francés, y la llegada de un enorme ejército desde aquel país, los Cien Mil Hijos de San Luis, que aplastó el Trienio Liberal y volvió a instaurar el absolutismo.

Y aquí comenzó la parte más oscura y vil de esta historia. Fernando VII ofreció al Empecinado que se uniera a él y a las tropas francesas que lo sostenían, concederle un título nobiliario y darle una enorme suma de dinero: un millón de reales. La respuesta de Juan Martín Díez al emisario del rey Felón ha pasado a los anales del honor por ser tan llana y de hombre tan cabal:

«Diga usted al rey que si no quería la Constitución, que no la hubiera jurado; que el Empecinado la juró y jamás cometerá la infamia de faltar a sus juramentos».

Hubo, claro, que marchar al exilio, y se refugió en Portugal en el año 1823. Y fue cuando la infamia real alcanzó su cenit. El monarca decretó una amnistía general el 1 de mayo de 1824. El Empecinado pidió permiso para regresar. Le fue concedido y asegurado que podía hacerlo sin peligro. Pero era una trampa. Fernando VII ya había ordenado su ejecución en cuanto lo tuvieran en su poder. El 23 de mayo había ordenado: «Es tiempo de despachar al otro mundo a Chaleco» (otro guerrillero, Francisco Abad, de Valdepeñas, al que también hizo ajusticiar), «y al Empecinado».

Juan Martín Díez volvió, pues, confiado hacia su tierra natal. Iba acompañado de una pequeña escolta que lo había acompañado a Portugal. Al llegar a Olmos de Peñafiel fue detenido por los Voluntarios Realistas y entregado al alcalde de Roa, Gregorio González, un fanático absolutista, que lo llevó hasta su localidad «a pie, delante de mi corcel y llevando yo el cabo de la cuerda con que tenía amarrados los brazos». El alcalde había ordenado levantar en su pueblo un tablado para subirlo a él y que, alentada por sus instrucciones, la chusma lo escarneciera, insultara y apedreara.

Representación de la ejecución de El Empecinado en la obra Historia de España en el siglo XIX (1902)

El juicio, de haberse celebrado conforme a la ley, debía de haber tenido lugar en la Real Chancillería de Valladolid, pero Fernando VII no estaba dispuesto a correr riesgo alguno y se lo encomendó a un corregidor, enemigo acérrimo del Empecinado, que instruyó y concluyó la causa con rapidez y a gusto del rey, quien ratificó su condena a muerte, por ahorcamiento y no por fusilamiento, como se debía al menos por su condición militar. La ejecución tuvo lugar el 19 de agosto de 1825 en la Plaza Mayor de Roa.

Pero Juan Martín Díez no se iba a entregar al verdugo sin resistencia. Cuando ya lo iban a colgar, y lo estaban subiendo por las escaleras del cadalso, «dio tan fuerte golpe con las manos que rompió las esposas». Se lanzó sobre los soldados, intentando arrebatarle a uno su espada, lo que no pudo conseguir, e intentando huir. Hubo un gran tumulto y costó reducirlo, pero al final, entre todo el batallón, se le volvió a llevar al patíbulo. Allí se le ató con una gruesa maroma por medio del cuerpo y se le izó. Así pudo, al fin, el verdugo ejecutarlo. Y, según relata el vesánico alcalde: «Quedó colgado con tanta violencia que una de las alpargatas fue a parar a doscientos pasos de lejos, por encima de las gentes. Y se quedó al momento tan negro como un carbón».

Ese fue el triste y terrible final del hombre que había combatido como nadie contra los invasores franceses, por orden del rey que se había arrastrado ante ellos y al que él había restituido en el trono. Sus restos reposan en el mausoleo que se erigió posteriormente por suscripción popular en Burgos.