«La guerra convierte a la gente en demonios»
Kamikazes, suicidios masivos y combates sin tregua marcaron la tragedia de Okinawa, la última gran batalla del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial

«Un enemigo mortal ha sido derribado y espera nuestro juicio y merced. Pero otro enemigo ocupa aún grandes partes del imperio británico, un enemigo manchado de terrible crueldad: los japoneses», dio cuenta Winston Churchill en la radio el 8 de mayo de 1945.

La Guerra acababa de finalizar en el Viejo Continente, pero continuaba en el Lejano Oriente y la isla de Okinawa sería el escenario de la más sangrienta y última gran batalla de la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos había ganado terreno tras las victorias en Midway, el golfo de Leyte (Filipinas) e Iwo Jima. Ahora a los japoneses solo les quedaba la opción de fortificarse en las islas que todavía controlaban.
Para defender Okinawa –llave al archipiélago japonés– ante el avance de los aliados, los nipones contaban con una guarnición de 77.000 soldados reforzados por unos 40.000 conscriptos reclutados de entre la población civil. Siendo consciente de que los norteamericanos reunirían una fuerza superior, el comandante Mitsuru Ushijima optó por concentrar a sus efectivos en una serie de líneas fortificadas levantadas en el sur de la isla lejos de las playas de desembarco.

La ofensiva estadounidense, comandada por el almirante Raymond Spruance y el general Simon Bolivar Buckner Jr., comenzó el 1 de abril de 1945, cuando unos 180.000 soldados desembarcaron en las playas occidentales de Okinawa sin encontrar resistencia inmediata. «El rastreo de minas, los bombardeos previos a la invasión desde buques de guerra y los ataques tácticos de aviones con base en portaaviones allanaron el camino para un desembarco anfibio sin oposición», destaca el portal de la Naval History and Heritage Command.

Así, las fuerzas estadounidenses avanzaron hacia el sur hasta toparse con la línea Shuri, un formidable sistema defensivo compuesto por búnkeres, túneles y posiciones fortificadas excavadas en la roca, que se extendía de este a oeste a través del corazón montañoso de la isla.
Comenzaría entonces una larga y sangrienta batalla: «La invasión fue tan ruidosa que no podías hablar con nadie, tenías que seguir moviéndote. Los grandes cañones de nuestros barcos se disparaban y podías ver los grandes proyectiles volando por el aire hacia sus objetivos en la isla», rememoró en el periódico local Lubbock Avalanche-Journal el marine Joe Shuttlesworth, quien luchó durante 82 días en Okinawa.

«Fue una resistencia organizada. Estaban [los japoneses] por todos lados», relata el veterano de la Segunda Guerra Mundial, Charles Kelley, en una entrevista con Memories of WWII. «Intentamos flanquear por aquí y por allá, pero nos estaban disparando a todos», continúa.
Los combates terrestres fueron extremadamente intensos. El avance estadounidense fue lento y costoso, con batallas cuerpo a cuerpo, ataques nocturnos, emboscadas y fuertes bombardeos. Los soldados japoneses utilizaban cuevas y fortificaciones para lanzar ataques sorpresivos, y luchaban hasta la muerte.

Una de las tácticas más dramáticas utilizadas por Japón en esta batalla fue el uso masivo de ataques kamikazes, o pilotos suicidas. Entre abril y mayo se registraron una decena de oleadas kamikaze organizadas, en las que más de 1.500 aviones kamikazes fueron lanzados contra la flota aliada. Los pilotos japoneses, que creían en el sacrificio glorioso por el emperador, se estrellaban deliberadamente contra buques enemigos.

Así consiguieron hundir 36 barcos y más de 350 resultaron dañados. Miles de marinos murieron como resultado directo de estas ofensivas suicidas. «Fue un avión suicida. No apuntaba a nosotros, sino a un destructor anclado al lado del barco hospital. Golpeó al destructor. Inmediatamente comenzaron a traer marineros terriblemente quemados», recuerda otro veterano de la Marina estadounidense de la Segunda Guerra Mundial en entrevista con el canal de Yotube Memoirs of WWII.


Ted Estridge tenía apenas 15 años cuando Estados Unidos entró en la guerra: «cuando escuché todas las bajas en Pearl Harbour, me hizo querer ir a la guerra», confiesa.
El impacto psicológico de estos brutales ataques fue también severo: los kamikazes representaban una amenaza constante y casi imposible de detener con métodos convencionales. A medida que los días iban avanzando, la contienda se había convertido en una guerra de desgaste, mientras que las bajas crecían alarmantemente: las fuerzas estadounidenses habían sufrido más bajas que en cualquier otra campaña individual del Pacífico.

Pero esta batalla que se había convertido en un «infierno en la tierra» también se cobró la vida de miles de civiles. Uno de los aspectos más trágicos de la batalla de Okinawa fue la situación de la población civil: los japoneses promovieron activamente el miedo hacia los estadounidenses, difundiendo propaganda que advertía sobre torturas, violaciones y asesinatos por parte de las tropas aliadas.

Esta estrategia buscaba evitar cualquier rendición y mantener la resistencia; sin embargo, el resultado fue el suicidio masivo de decenas de miles de civiles japoneses. Soldados e incluso familias enteras murieron convencidas de que era preferible la muerte a la «deshonra» de caer prisioneros. En algunos casos, los suicidios fueron forzados o inducidos por el propio ejército japonés, que veía la muerte como una forma de lealtad y patriotismo extremo.
«La guerra convierte a la gente en demonios», sentencia Katsuko Yasumoto, superviviente de esta batalla quien pasó más de 40 años hablando sobre las atrocidades cometidas por los soldados japoneses contra sus propios compatriotas en diversas entrevistas y conferencias.

Empezó compartir sus relatos de la batalla a la edad de 30 años a estudiantes que visitaban Okinawa desde otras partes del país. Pero había un tema que nunca pudo soportar hablar: el número de okinawenses que perdieron la vida a manos de tropas japonesas. «Pensaba que para los niños que venían de fuera de la prefectura debía ser chocante saber que los soldados japoneses, que se suponían que protegían a los residentes, los mataban», recuerda Yasumoto en el medio The Asahi Shimbun.
Tras 82 días de intensos combates, el 21 de junio los combates cesaron. Aquel día, las fuerzas estadounidenses declararon aseguradas las principales japonesas, pero no fue hasta el día siguiente cuando se dio por concluida oficialmente la operación militar. El 22 de junio, el general Mitsuru Ushijima y su jefe de Estado Mayor, Isamu Cho, se suicidaron siguiendo el código del bushido.

Las cifras finales de la batalla reflejan su brutalidad: más de 12.000 estadounidenses muertos, entre los que se encuentra el general Buckner –el oficial americano de mayor rango caído en el Pacífico– y unos 49.000 heridos. Las fuerzas japonesas perdieron alrededor de 100.000 soldados, y se estima que entre 75.000 y 150.000 civiles murieron –según diversas fuentes–, muchos de ellos víctimas de los bombardeos, el fuego cruzado o los suicidios masivos.

Con el control de Okinawa los aliados consiguieron una base de apoyo ideal para lanzar la invasión final sobre Japón. La Batalla de Okinawa no solo fue la última gran batalla de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, sino también una de las más devastadoras.
Especial realizado por:
Redacción: Sarah Durwin. Diseño: David Díaz.