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La Vía Apia Antica, una de las calzadas romanas más antiguas e importantesGobierno de Italia

De la Vía Augusta a la A-7: cómo las rutas romanas dieron forma a las autovías españolas

Las calzadas romanas son un legado tan sólido que aún hoy condiciona la manera en que nos movemos

¿Qué ha hecho Roma por nosotros? Pensamos a menudo que las antiguas civilizaciones quedaron en los libros de Historia, pero basta con levantar la vista para descubrir que su huella sigue presente en nuestras vidas de formas sorprendentes. Acueductos que todavía se alzan imponentes, teatros que han sobrevivido al paso de los siglos, sistemas de alcantarillado que sentaron las bases de nuestras ciudades… y, sobre todo, las calzadas romanas, un legado tan sólido que aún hoy condiciona la manera en que nos movemos.

Las calzadas fueron mucho más que simples caminos. Su historia comenzó en el año 312 a. C., cuando se construyó la Vía Apia para unir Roma con el sur de la península itálica. Desde entonces, el Imperio desplegó una auténtica red viaria de más de 80.000 kilómetros, que enlazaba desde las islas Británicas hasta los confines de Oriente.

Estas vías estaban levantadas con un cuidado casi milimétrico: varias capas de arena, grava y grandes losas de piedra garantizaban firmeza; los miliarios marcaban las distancias; los albergues y estaciones de descanso daban servicio a comerciantes y viajeros; y la vigilancia militar aseguraba un tránsito seguro. Eran, en definitiva, auténticas arterias que permitían el control del territorio, el movimiento de tropas y el florecimiento del comercio.

Ahora bien, ¿se ha parado a pensar alguna vez que, cuando viaja por carretera, quizá esté recorriendo el mismo camino que hace dos mil años pisaron los legionarios romanos? La coincidencia no es casual. Si comparamos un mapa de la red de carreteras y ferrocarriles actual con el trazado de las calzadas romanas, las semejanzas saltan a la vista. La explicación es sencilla: la orografía no cambia.

Los pasos naturales entre montañas, los valles y los cruces de ríos que los romanos supieron aprovechar siguen siendo los mejores corredores hoy en día. A ello se suma que, a lo largo de esas rutas, fueron naciendo y creciendo ciudades, muchas de las cuales se convirtieron en núcleos que aún perduran. Y cuando en el siglo XIX se planificó la red moderna de caminos, y más tarde las líneas férreas, resultaba lógico reutilizar esos mismos ejes históricos que ya habían demostrado su eficacia.

Vasos de Vicarello, ruta desde Gades hasta Roma por la Vía Augusta

Un ejemplo especialmente significativo es el de la Vía Augusta, la calzada más larga de Hispania, que recorría el litoral mediterráneo desde Gades (Cádiz), cruzando los Pirineos hasta llegar a Roma. Su trazado lo conocemos gracias al Itinerario de Antonino, una especie de «guía de carreteras» romana, y a los célebres vasos Apolinares hallados en Vicarello, que registran el itinerario desde Gades hasta la misma Roma.

Hoy, buena parte de ese recorrido coincide con la Autopista del Mediterráneo, la A-7, una de las arterias más transitadas de España. La próxima vez que conduzcamos por esa autopista, conviene recordar que lo hacemos sobre la huella de una vía con dos milenios de historia.

Vía Augusta, tramo de calzada romana a su paso por Benlloch (Castellón)

No menos célebre es la Vía de la Plata, que unía Emerita Augusta (Mérida) con Asturica Augusta (Astorga) y articulaba el occidente peninsular. En la actualidad, la autovía A-66 reproduce en gran medida aquel itinerario. Lo mismo ocurre con el eje que comunicaba Caesaraugusta (Zaragoza) con Tarraco (Tarragona), prolongado hoy en la A-2, o con la ruta que enlazaba Emerita Augusta con Corduba (Córdoba), equivalente en parte a la actual N-432.

En el noroeste peninsular, las antiguas vías recogidas tanto en el Itinerario de Antonino como en el llamado Itinerario de Barro —un conjunto de pequeñas tablillas de bronce halladas en Asturica Augusta— se corresponden con corredores que aún utilizamos, como la A-52 o la N-120. Estos ejemplos muestran hasta qué punto las infraestructuras modernas no surgieron de la nada, sino que se apoyaron en un legado romano que supo abrir los caminos más lógicos y duraderos.

Y así llegamos al final del viaje. Cuando circulamos por autovías repletas de coches, cuando subimos a un tren de alta velocidad o incluso cuando caminamos por carreteras secundarias, lo hacemos, en buena medida, siguiendo los pasos de Roma. Su capacidad para modelar el territorio fue tal que, dos mil años después, seguimos dependiendo de sus decisiones estratégicas.

Esa herencia no solo se percibe en el trazado físico de las vías, sino también en la idea misma de comunicación: de conectar pueblos, de unir territorios, de facilitar el intercambio cultural y económico. Quizá por eso, aunque cambiemos de caballos a automóviles o de carros a trenes de alta velocidad, la esencia es la misma. Tal vez por eso la célebre frase nunca pierde vigencia: al fin y al cabo, todos los caminos siguen llevando a Roma.