Irán, España y la proliferación nuclear
A mí lo que empieza a preocuparme, todavía más que las armas que desde luego no quiero que desarrolle la República Islámica, es que aquí ni siquiera nos lo planteemos

Un hombre pasa junto a una pancarta que representa misiles lanzados desde Irán, en Teherán
Para no ahuyentar a los lectores –todo lo relacionado con Israel polariza enormemente a las sociedades occidentales, y no solo a la española, por razones que ya he tratado de explicar en otros artículos– empecemos hoy por algo en lo que todos estaremos de acuerdo: el mundo será mejor si Irán no llega a tener armas nucleares.
A riesgo de dejar atrás a los rusoplanistas, añadiré que también lo sería si no las tuviera Rusia. De hecho, solo podemos imaginarnos lo que los ayatolás harían con sus ojivas nucleares mientras tenemos la certeza de para qué las quiere Vladimir Putin. Sus amenazas podrán asustarnos o no, pero cuando asegura que una potencia nuclear no puede ser derrotada está poniendo sobre la mesa un modelo de guerra tan asimétrico como la ley del embudo: Ucrania no puede ganar y él no puede perder. Puestas así las cosas, ¿por qué no invadirla?
Seamos pragmáticos: nadie puede quitarle las armas nucleares a Rusia porque ya las tiene. El argumento, desde luego válido, tiene el inconveniente de que invita a la proliferación. Superado el listón –cometido el crimen– ya no hay posible castigo para Israel, Corea del Norte, la India y Pakistán. Pero, además, nada demuestra que el argumento complementario sea cierto. Como Irán todavía no las tiene ¿podemos evitar que las consiga? Probablemente sí, pero ¿a qué precio? Ahí está el problema.
Sin ayuda de nadie, Israel puede usar su arsenal nuclear, nunca reconocido pero bien conocido por todos –quién ha dicho que el mundo tenga que ser justo– para eliminar todo vestigio localizable del programa iraní. Con la ayuda de los EE.UU., es probable que Tel Aviv ni siquiera necesitara armas nucleares para conseguirlo. Pero si, entre bombardeo y bombardeo, Irán decide salirse del Tratado de No Proliferación y del régimen de inspecciones que conlleva, se haría necesario destruir también la central ya en funcionamiento en Bushehr. La 'opción A' costaría pues al mundo otro Chernóbil –esta vez deliberado– y, por si eso fuera poco, un nuevo colapso económico por el cierre del estrecho de Ormuz.La 'opción B' sería el cambio de régimen. Con el apoyo de los EE.UU., Israel puede bombardear Irán sine die y, además, hacerlo tan impunemente como lo hizo la OTAN en Belgrado en 1999. La única arma que la República Islámica puede hoy oponer a sus enemigos occidentales es el misil balístico y, entre los que Israel consigue destruir y los que se van gastando, es de esperar que no tarde demasiado tiempo en lanzarlos uno a uno, como los hutíes.
La única arma que la República Islámica puede hoy oponer a sus enemigos occidentales es el misil balístico
Dirá el lector que, por mucho que duren, los bombardeos no van a matar a 90 millones de iraníes. Pero tampoco es esa la intención. Netanyahu confía –también lo hizo Putin en Ucrania y se equivocó– en que puede forzar al pueblo persa para que se levante contra su régimen… y a favor de quien les bombardea. Con independencia de lo que digan los convenios de Ginebra –por desgracia superados por las circunstancias– sobre este asunto, ¿puede funcionar un plan así?
La historia no invita al optimismo. No le dio resultado a Hitler en Londres ni a Churchill en Hamburgo. No le sirvió a Nixon en Hanoi ni a Milosevic en Sarajevo. No le está dando resultado al propio Israel en el Yemen, donde los hutíes aguantan estoicamente los bombardeos mientras noche sí y noche no lanzan un solitario misil contra su enemigo jurado. Si es cierto lo que dice la copla, ni siquiera a Napoleón le funcionó en España: «Con las bombas que tiran los fanfarrones se hacen las gaditanas tirabuzones».
Veamos la 'opción C'. El régimen de los Ayatolás podría ceder para evitar un mal mayor. Eso hizo Milosevic en Belgrado. Sin embargo, el general Wesley Clark, al mando de la operación, dejó bien clara su opinión de que si el líder serbio se avino a razones fue bajo la amenaza de la invasión terrestre. Yo he sido marino pero, aun así, reconozco que, al final del día, hacen falta soldados para ganar las guerras. ¿Y quién va a invadir Irán? A Israel ya se le ha atragantado el pequeño bocado de Gaza. ¿Donald Trump? No lo creo. En la arena internacional el hombre puede ser un incompetente rodeado de pelotas; pero nadie puede negarle un compromiso mayor que el promedio de los políticos con sus promesas electorales… y una de las más firmes es la de dejarse de guerrear en el extranjero.
¿Están Israel y los EE.UU. dispuestos a pagar el precio de cualquiera de estas opciones? ¿Por cuánto tiempo? ¿En cuantos escenarios? Mi impresión es que si un régimen está decidido a sacrificarlo todo –sanciones, bombardeos, hambre y miseria para su pueblo– por el arma nuclear –que está inventada desde hace ya ocho décadas– nadie podrá impedirlo. Ese ha sido el caso de Corea del Norte, mucho más pequeña, más pobre y más aislada que Irán… y ya a salvo de cualquier reproche.
Así las cosas, ¿qué podemos hacer? ¿Tenemos que resignarnos a que todo el mundo tenga armas nucleares? ¿Incluso Irán, un régimen que tiene como razón de ser el extender la Revolución Islámica por su región y por el mundo? Casi todos los problemas de la vida real se arreglan con la mezcla adecuada del palo y la zanahoria. Es difícil imponer un orden radicalmente injusto sin incurrir en un enorme coste político y social. Por eso, las potencias nucleares podrían empezar a pensar en cumplir con las obligaciones que a ellas les impone el Tratado de No Proliferación: negociar de buena fe la reducción y, más adelante, el desarme nuclear. Sin embargo, eso no va a pasar. No, al menos, durante algunas generaciones. No quiero ser pesimista, pero no se me ocurre ninguna razón por la que líderes como Trump, Putin, Netanyahu o Xi Jinping querrían jugar sus partidas sin la ventaja que les dan sus comodines.
Si, como parece que va a ocurrir, las potencias nucleares ni siquiera nos van a dar una zanahoria, al menos podrían mostrar un poco de decoro. Podría pedírseles que, como demostración de respeto, nos mientan –también a veces es mentira ese «encantado de conocerte» que impone la cortesía– aunque sepan que no les creemos. Que, como en el pasado, justifiquen sus arsenales nucleares como parte de la disuasión. Que, aunque sea en un papel mojado, firmen que no usarán sus armas de destrucción masiva más que para responder a ataques del mismo tipo. Que, aunque todos sepamos que hay pueblos más iguales que otros, intenten disimularlo en lugar de restregárnoslo por las narices.
Porque si de lo que se trata es de crear pueblos de primera división y de segunda, pueblos que pueden atacar a sus vecinos con la certeza de no ser derrotados y pueblos que no deben defenderse con demasiada convicción para no provocar la ira de los agresores, pueblos que –volvamos a Trump– tienen cartas que jugar y pueblos que no las tienen… entonces a mí lo que empieza a preocuparme, todavía más que las armas que desde luego no quiero que desarrolle Irán, es que en España ni siquiera nos lo planteemos.