Gaza arde
Parece obvio que si, como exige Israel, sus habitantes abandonan la ciudad de Gaza antes de que sea arrasada… también lo harán los terroristas que se ocultan entre ellos. Si pueden se llevarán los rehenes y si no los asesinarán
Una explosión ayer en la franja de Gaza durante el avance del Ejército israelí
Con carácter forzoso —lo que, en principio, me exime de toda responsabilidad— la Armada me asignó en 1994 un destino de profesor en la Escuela de Guerra Naval. Apenas estuve allí un año antes de volver a la costa, pero fue tiempo suficiente para darme a mí mismo —supongo que los alumnos tendrían otras opiniones mejores que la mía para contrastar— un consejo que todavía hoy me sirve para redactar artículos como este: omitiendo la mitad de los hechos podemos llevar un análisis a cualquier conclusión que deseemos… pero —siempre hay un pero— no deberíamos esperar que no se dé cuenta nadie de que hacemos trampa.
Por desgracia, en los círculos de la política —y el de los medios de comunicación se ve poco a poco arrastrado al mismo barrizal— rara vez se trata de esclarecer la verdad… y no les faltan las razones, porque la gente vota más con el corazón que con la cabeza y suele ser más productivo apelar a sus sentimientos que a su razón. En cualquier caso, sirva este preámbulo para volver a hablar de un asunto delicado, donde los sentimientos de los españoles están verdaderamente a flor de piel: la guerra de Gaza.
Una guerra justa
¿Dónde empezar cuando se quiere dar una opinión sosegada sobre un conflicto que se remonta como mínimo a 1947, año de la resolución 181 de la Asamblea General de la ONU que aprobaba la partición de Palestina? Y aún habrá quien, arrimando el ascua a cualquiera que sea su sardina, lleve el comienzo de esta cuestión histórica a fechas muy anteriores hasta llegar, siguiendo las interpretaciones más literales de la Biblia, a los albores de la creación.
Nosotros, a pesar de todo, comenzaremos nuestro breve análisis el 7 de octubre de 2023. Es una fecha, lo reconozco, arbitraria, que ignora el hecho de que estamos hablando de la Tercera Guerra de Gaza, no de la primera; y que hace tabla rasa de enfrentamientos anteriores —guerras o intifadas—, de acciones terroristas de unos y otros, de resoluciones de la ONU, de promesas e incumplimientos de los que nadie puede ser absuelto. ¿Por qué entonces empezar en ese preciso momento? Sencillamente, porque la situación del empantanado conflicto palestino parecía ir a mejor cuando Hamás decidió saltar la valla de Gaza y arrasar todo lo que encontró a su paso.
La masacre cometida por el Gobierno terrorista de la Franja justifica el derecho a la legítima defensa de Israel. Esta Guerra de Gaza, como he dicho tercera de su nombre, es pues justa. Los objetivos estratégicos de Tel Aviv, destruir Hamás y liberar a los rehenes, también están en línea con las leyes del conflicto armado. Hasta que se alcancen, el Gobierno de Netanyahu tiene perfecto derecho a continuar las operaciones militares. El problema —y en eso se diferencian la guerra de Gaza y la de Ucrania, que nuestro presidente quiere igualar— no es el fin sino los medios.
Civilización contra barbarie
Se dice en Israel que la suya es una lucha de la civilización contra la barbarie. En cuanto al armamento empleado —aviones y carros de combate frente a cohetes y explosivos improvisados— y a la organización del esfuerzo bélico —un Ejército regular contra una milicia indisciplinada— no puedo menos que coincidir con esa opinión. Sin embargo, los crímenes de la civilización no son menos condenables que los de la barbarie.
Los actos de Hamás —aunque nuestro Gobierno finja no verlos— hablan por sí mismos: desde los asesinatos a sangre fría del día del asalto a la valla hasta el secuestro de hombres, mujeres y niños; desde el empleo de civiles como escudos humanos en toda la Franja hasta el saqueo de la ayuda humanitaria.
En comparación con los de Hamás, los crímenes de Israel, al menos en los primeros meses de la campaña, parecían pecadillos, más atribuibles al entorno urbano de los combates que a la voluntad política de vulnerar las leyes internacionales. Se acusó a los militares israelíes, a menudo con cierta razón, de falta de proporcionalidad entre los objetivos militares y los daños causados a los civiles. Era, sin embargo, extremadamente difícil valorar esa proporcionalidad cuando el enemigo disparaba desde hospitales o escuelas y se escondía en túneles debajo de las urbanizaciones más pobladas de la Franja. Los límites más extremos del derecho de la guerra siempre estuvieron claros: no se puede bombardear una escuela llena de niños porque un profesor sea militante de Hamás. Sin embargo, las tropas israelíes siempre se quedaron lejos de esos límites. ¡Ojalá pudiéramos decir lo mismo de los soldados de Putin en Grozni, Alepo o Mariúpol!
La campaña se enquista
Desde el punto de vista del derecho internacional humanitario, los problemas más graves empiezan a aparecer en el bando israelí cuando, a pesar de la indiscutible victoria militar de su Ejército, se hizo evidente que no se iba a conseguir alcanzar de forma completa ninguno de los objetivos de la campaña. Era, en mi opinión —como en la de los propios comandantes militares israelíes, y de ahí sus roces con el liderazgo político— obvio que iba a ser así. Al final del día, la fuerza militar puede dejar a un Estado en las mejores condiciones para la negociación; pero, limitada por el Derecho Internacional Humanitario, rara vez puede reemplazarla del todo. En cualquier caso —y permita el lector que deje para otros la especulación sobre las razones del primer ministro— fue entonces cuando Netanyahu empezó a deslizarse poco a poco por un camino que le alejaba más y más de esa civilización de que presume.
Para presionar a la población de la Franja —Netanyahu sabe que solo ellos, rebelándose contra Hamás, pueden darle la victoria completa que ambiciona— el controvertido primer ministro empezó restringiendo la ayuda humanitaria. Mucha o poca —que eso, como explicaba Carmen de Carlos ayer en El Debate, está por demostrar— el hambre de la población civil no puede ser empleada como arma de guerra. Ni siquiera si la distribución de alimentos significa dar una oportunidad de resistir a Hamás.
Fracasada la opción del hambre —sobre todo por la presión de los EE.UU.— llega, de nuevo, la del fuego. Pero llega de una manera diferente a la del primer año de guerra. El actual ministro de Defensa, Israel Katz, ya había amenazado en los días pasados con que, si Hamás no se rendía, arrasaría Gaza. Son muy reveladoras sus palabras —dicen que por la boca muere el pez— pero se les ha prestado menos atención de la que en mi opinión merecen.
Por una parte, la amenaza de Katz viene a desmentir la acusación de genocidio. Leyéndola al revés, permite interpretar que, si Hamás se rinde, el pueblo palestino no será bombardeado. ¿Qué menos? se preguntará el lector desapasionado… pero si usted es uno de ellos permita que le felicite: hay muy pocos como usted. El clima de enfrentamiento político que el Gobierno de España aplica a la guerra de Gaza, quizá para camuflar otros frentes recientemente abiertos, ha hecho que muchos españoles olviden que el genocidio, por definición, debe ser intencionado. Así, el asesinato de un solo judío en Auschwitz era un acto genocida; pero las decenas de miles de alemanes abrasados en Dresde no merecían tal consideración porque lo que se perseguía, bien que por caminos hoy prohibidos por la Convención de Ginebra, era la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial.
No ocultemos, sin embargo, la otra cara de la moneda. Si lo que Katz declaró no suena a genocidio, apunta en cambio a una acción también prohibida por el derecho internacional humanitario. Parece obvio que si, como exige Israel, sus habitantes abandonan la ciudad de Gaza antes de que sea arrasada… también lo harán los terroristas que se ocultan entre ellos. Si pueden se llevarán los rehenes y si no los asesinarán. Hay razones, pues, para pensar que la hipotética destrucción de Gaza no tiene más objeto que el de presionar a Hamás para que se rinda. No hace falta más para convertirla en un crimen de guerra.
Gaza arde
Al final, la amenaza de Katz se ha hecho realidad. Él mismo lo reconoce en Telegram: «Gaza arde». Quizá para quitar parte del hierro que contienen las dos palabras del titular, demasiado parecidas a ese «¿Arde París?» de su némesis histórico, el ministro añade una explicación incompleta de lo que está ocurriendo sobre el terreno: «Las Fuerzas de Defensa de Israel están atacando con mano dura la infraestructura terrorista, y nuestros soldados están luchando valientemente para crear las condiciones necesarias para la liberación de los rehenes y la derrota de Hamás.» ¿Es Gaza, en bloque, una infraestructura terrorista? ¿Qué quiere decir ese «crear las condiciones necesarias para la liberación de los rehenes»? Si el ministro estuviera pensando en rescatarlos por la fuerza seguramente lo diría. Pero él sabe que eso es casi un imposible. El sueño del ministro seguramente es otro. Piensa que, si se presiona con más dureza a los habitantes de Gaza, si se les hace sufrir lo suficiente, quizá sea ellos quienes obliguen a Hamás a liberarlos.
Habrá —alguno conozco— a quien todo esto le parezca una buena idea. Después de todo, muchos palestinos celebraron con alegría la masacre del 7 de octubre. Pero es una buena idea criminal, porque la convención de Ginebra la prohíbe bajo cualquier ángulo que quiera considerarse: ataque a objetivos civiles, represalia, castigo colectivo, etc. Y los crímenes no dejan de serlo porque los cometa el Gobierno de un país democrático con el que, es verdad, debiéramos llevarnos mucho mejor de lo que lo hacemos, entre otras cosas porque eso nos daría mejores oportunidades para influir en él.
A vueltas con la Vuelta
Permita el lector una pequeña digresión a modo de despedida. A los militares, acostumbrados a la rigidez de nuestros procedimientos de planeamiento, siempre nos preocupa la falta de concordancia entre los planes de una campaña y los objetivos que en teoría se persiguen. Es obvio que no se combate la rusofobia ni se debilita a la OTAN invadiendo Ucrania. Tampoco se va a solucionar el problema palestino ni —eso al menos temen muchos israelíes— se recuperará con vida a los rehenes ocupando la ciudad de Gaza. De esa falta de concordancia deducimos que quizá lo que de verdad quieran Putin y Netanyahu no sea exactamente lo que declaran.
Sin embargo, no deberíamos mirar la paja en el ojo ajeno sin reparar en lo que ocurre en nuestro propio país. Lo que yo tengo por seguro es que boicoteando el final de la Vuelta Ciclista a España no vamos a poner fin a la guerra de Gaza. Ya se imaginará el lector que algún otro motivo habrá habido para hacerlo.