La generación Z y la nueva política: Kirk contra Antifa
Los jóvenes nacidos entre mediados de los 90 y 2015 están dejando los móviles para salir a la calle a exigir cambios. Sienten que el sistema político les ha dejado de lado y que su futuro será peor que el de sus padres
Charlie Kirk, momentos antes de ser asesinado
Estas últimas semanas hemos asistido a levantamientos juveniles en distintos rincones del planeta —desde Marruecos hasta Madagascar, pasando por Lima o Katmandú— protagonizados por miembros de la llamada generación Z (nacidos entre mediados de los 90 y 2015). Jóvenes que, por primera vez en décadas, están dejando los móviles para salir a la calle a exigir cambios. Comparten una sensación común: que el sistema político les ha dejado de lado y que su futuro será peor que el de sus padres.
En el mundo desarrollado, las causas varían —desde la falta de vivienda hasta el peso insoportable de un sistema de pensiones y beneficios sociales que sienten ajeno—, pero el sentimiento es el mismo: el contrato social se ha roto. No es este el espacio para juzgar si su queja es justa o no, considerando que los niveles de pobreza global están en mínimos históricos y que el acceso al conocimiento nunca ha sido tan universal. Pero lo cierto es que esta generación se siente excluida del pastel.
La izquierda histórica observa el fenómeno con horror, porque por primera vez su discurso no pasa por el filtro de sus agit-props tradicionales. Como todo padre de un Gen Z sabe, esta generación recibe la información desintermediada, a través de canales no tradicionales, fragmentados y por tanto imposibles de controlar. Las movilizaciones de estos jóvenes no las dirigen líderes carismáticos, sino hashtags y tiktoks.
La derecha, por su parte, no ha entendido todavía que sus prioridades clásicas —impuestos, deuda, soberanía— suenan lejanas a una generación que vive atrapada entre la ansiedad económica y la precariedad existencial. En Estados Unidos, muchos conservadores no comprenden el hartazgo de unos universitarios que salen con deudas astronómicas y salarios que no justifican la inversión, salvo en el 1% de universidades de élite.
Esa desconexión explica los alarmantes niveles de desafección de los Gen Z hacia la democracia liberal. Según datos de Pew Research y Cambridge University, es la cohorte más abierta a «soluciones autoritarias» desde los años 30. No quieren sobrevivir dentro de un sistema que perciben como corrupto y fracasado: quieren demolerlo y reinventarlo.
No quieren sobrevivir dentro de un sistema que perciben como corrupto y fracasado: quieren demolerlo y reinventarlo
Y, paradójicamente, es también la generación más desideologizada de la historia. No se casan con nadie. Buscan soluciones, no dogmas. Ahí radica la oportunidad. El fenómeno Milei en Argentina —un outsider que convirtió la furia juvenil en combustible político— demuestra el potencial de este cambio sísmico. Por primera vez en décadas, las etiquetas de clase, formación o etnia no definen las lealtades políticas. Es terreno virgen.
Hay dos maneras de acercarse a ellos. La primera, la clásica de la izquierda: el camino Podemos, Antifa o Black Lives Matter (BLM), con su retórica envejecida y su inevitable fecha de caducidad. Esa mística revolucionaria suele durar lo que tarda uno en descubrir las ventajas de una ducha caliente y una cuenta de ahorros. La segunda —mucho más difícil, pero infinitamente más productiva— consiste en iniciar con ellos una conversación honesta sobre el coste real de la libertad.
Nada es gratis. Sus padres progresaron porque trabajaron de sol a sol. Y sí, al principio solo podían pagarse una casa en las afueras y un verano sin vacaciones. Eso también es progreso. Hay que decírselo sin complejos, pero con empatía. Porque, por más crudo que sea el mensaje, la ausencia de una conversación es todavía peor: la dejará en manos de los demagogos. En otros casos (vivienda, salarios, etc.) su crítica es justa, y hay que proponer soluciones efectivas a sus inquietudes, incluso cuando estas alteren el statu quo histórico, como por ejemplo con los sistemas de pensiones.
Y para tener esa conversación, hay que ir donde ellos están: a las universidades, a los institutos, a sus podcasts y canales de Twitch. Se puede decir lo que se quiera de Charlie Kirk, pero su gran mérito fue romper la hegemonía demócrata en los campus estadounidenses, un terreno históricamente radicalizado. Logró que el debate volviera a tener dos voces. En Europa, la oportunidad es similar. De ahí el acierto de iniciativas como la de Iván Espinosa de los Monteros, que ha entendido que la batalla cultural se libra también —y sobre todo— en las aulas y sus aledaños.
Pero esa oportunidad tiene fecha de caducidad. Si el espacio liberal no actúa, esta generación caerá —como tantas otras antes— en brazos de soluciones mágicas a problemas complejos, de discursos populistas que prometen igualdad sin esfuerzo y justicia sin mérito. La izquierda decimonónica, aunque hoy esté en crisis, siempre encuentra una nueva máscara. Mamdani, Alexandria Ocasio-Cortez (AOC) o cualquier influencer con discurso «anticapitalista» son solo versiones 3.0 de la misma vieja utopía colectivista. Y si ellos están allí, nosotros también debemos estarlo.
Porque la batalla cultural no se gana desde los despachos ni desde las tertulias: se gana en el terreno, con presencia allí donde está la clientela que se persigue, con pedagogía y con coraje. El liberalismo —esa palabra que los pusilánimes han dejado que les roben— ha generado más prosperidad, más ascenso social y más libertad que cualquier otra doctrina en la historia humana. Pero los jóvenes no lo sabrán si nadie se lo explica, si nadie se atreve a plantar cara al relato dominante.
No basta con tener razón: hay que tener voz. Y quien renuncia a dar la batalla cultural, renuncia también al futuro. La historia no absuelve a los que callan. Ni perdona a los que llegan tarde.