Fundado en 1910

Maduro decreta que la Navidad en Venezuela se celebrará el 1 de octubre

Este artículo nace de una conversación reciente con el filósofo Gregorio Luri, quien me recordaba una advertencia de Platón en Las Leyes: cuando el arte se somete al aplauso de la multitud, se degrada en espectáculo. Lo mismo sucede con la política. Platón llamaba a eso teatrocracia: el gobierno del teatro. La política deja de ser deliberación racional y se convierte en una representación donde lo importante no es gobernar, sino gustar.

Platón y la advertencia olvidada

Lo que en Atenas era una metáfora, en nuestro tiempo se ha vuelto literal. Pedro Sánchez parece dirigir su gobierno como un reality de Moncloa Productions: anuncios dramáticos, discursos con música épica y selfies cuidadosamente ensayados. Nicolás Maduro ha perfeccionado el género del esperpento tropical: canta, baila y se disfraza mientras su país se desangra. Gustavo Petro se presenta en la ONU con tono de predicador iluminado, mezclando verso y profecía con una estética de mártir incomprendido. Estilo que nació con Hugo Chávez, el gran maestro del espectáculo político latinoamericano, convirtió durante años a Venezuela en una tragicomedia nacional, con monólogos eternos, risas enlatadas y un público cautivo por la miseria.

En el fondo, todos estos personajes comparten un mismo ADN: la sustitución de la verdad por la puesta en escena, del argumento por el eslogan, del ciudadano por el espectador. Son hijos predilectos de la teatrocracia, y nietos dilectos del despotismo suave que describió Tocqueville: un poder paternalista que entretiene, adormece y controla al pueblo con distracciones constantes, mientras le roba silenciosamente su libertad. El ciudadano moderno, decía Tocqueville, ya no es esclavo de un tirano brutal, sino de una nube blanda de comodidades, distracciones y pantallas que lo mantienen dócil.

Del ágora al algoritmo

Las redes sociales han convertido esa advertencia en realidad. Son la versión digital del teatro platónico: un escenario infinito donde los gobernantes actúan y las masas aplauden, ríen o linchan según el algoritmo. El político ya no necesita convencer: le basta con emocionar durante 15 segundos. La democracia, a su vez, se vuelve un plebiscito permanente de likes, un mercado de indignaciones instantáneas. Nunca hubo tanto ruido, y tan poca conversación.

El drama no es solo estético: es moral. Lo personal, lo fugaz y lo emocional han desplazado a lo institucional, lo permanente y lo racional. Los gobiernos se mueven por la lógica del trending topic, no por la brújula del bien común. Las decisiones se anuncian como trailers y se olvidan como stories. Los líderes ya no buscan la verdad, sino la cámara adecuada. La política, reducida a espectáculo, se convierte en una forma de entretenimiento para ciudadanos cansados, anestesiados por la ilusión de participar.

El telón que nunca se cierra

Pero la cura existe. No se trata de abolir la comunicación —sería ingenuo—, sino de subordinar la forma a la verdad y el carisma al deber. Necesitamos políticos que comprendan que comunicar no es actuar, sino iluminar. El siglo XX, con todos sus horrores, también nos dejó ejemplos de liderazgo sólido: Churchill, que sabía conmover porque creía en lo que decía; Adenauer, que reconstruyó Alemania con una mezcla de sobriedad y fe; Schuman, que fundó Europa desde la reconciliación; o Reagan, que dominaba la palabra sin vaciarla de sentido. Ellos entendieron que un discurso puede ser bello solo cuando está al servicio de lo verdadero.

La diferencia es clara: el showman busca aplausos; el estadista busca justicia. Uno actúa; el otro gobierna. Uno mira la cámara; el otro mira la historia

En el fondo, lo que separa a ambos no es el talento ni el carisma, sino la raíz moral. Porque toda democracia sana se alimenta de valores prepolíticos: la verdad, la justicia, la bondad y la belleza. Sin ellos, todo es espuma, representación y vacío. Con ellos, la política puede volver a ser una búsqueda común del bien.

Platón lo intuyó hace 2.400 años y Tocqueville lo confirmó diecinueve siglos después: cuando el ciudadano prefiere el espectáculo a la verdad, la libertad se convierte en decorado. Y cuando los gobernantes descubren que pueden reinar desde el teatro, el telón nunca vuelve a cerrarse.