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26 de abril de 2024

Michael Boyce

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Almirante de la Flota lord Boyce (1943-2022)

La china en el zapato de Tony Blair

Jefe de Estado Mayor de la Defensa antes y durante la Guerra de Irak, sus reservas sobre la participación británica le costaron el cargo un año antes de su pase reglamentario a la reserva

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Nació el 2 de abril de 1943 en Ciudad del Cabo (Sudáfrica) y falleció el 6 de noviembre de 2022

Michael Cecil Boyce

Fue comandante en jefe de la Flota Británica en 1997, jefe de Estado Mayor Naval en 1998, y jefe de Estado Mayor de la Defensa entre 2001 y 2003. Como miembro (del Grupo Mixto) de la Cámara de los Lores, participó activamente en los debates sobre asuntos militares. También estuvo comprometido con diversas iniciativas culturales y humanitarias.

La llegada del entonces almirante sir Michael Boyce a la Jefatura del Estado Mayor de la Defensa del Reino Unido en febrero de 2001 fue, en cierta medida, un acontecimiento, pues era la primera vez que un marino desempeñaba el cargo. Durante ese periodo, que empieza en 1988, los sucesivos gobiernos conservadores se habían decantado por tres mariscales de campo (Vincent, Inge y Guthrie) y dos mariscales de la Real Fuerza Aérea (Craig y Harding) para ejercer como máxima autoridad militar.
Boyce, además, asumía la función en pleno apogeo de un Nuevo Laborismo –encabezado por Tony Blair– que también pregonaba en su programa –la realidad fue luego muy distinta– algunos cambios de doctrina geoestratégica que Blair perfiló, ya como primer ministro, en 1999: una de las novedades eran el compromiso, conocido como «diplomacia ética», de utilizar la fuerza militar más para proteger a poblaciones civiles que para una estricta defensa de los intereses nacionales.
La primera puesta en práctica de la nueva doctrina se produjo con la intervención en Sierra Leona en 2000 para poner fin a la guerra civil en el país africano. Boyce pensó que con esa operación disponía del modelo a seguir en los años venideros. Sin embargo, según se iba precisando la perspectiva de una guerra en Irak, el almirante Boyce, más que reservado ante una participación directa y masiva de las fuerzas británicas en la aventura, empezó a manifestar ciertas discrepancias con el poder político.
Las planteó en todo momento con discreción y desde la lealtad. Pero hablando claro, porque sus suspicacias no procedían de ningún prejuicio ideológico o estratégico, sino fruto de lo que iba observando en los meses que precedieron la invasión del país árabe. Por ejemplo, dudaba, a diferencia de un Donald Rumsfeld que le lanzó una pulla en público, de que la campaña fuera a ser de corta duración; o que una democracia plena surgiría rápidamente en Iraq una vez derrocado el régimen de Saddam Hussein. En todo momento comunicó esos pensamientos al Gobierno.
Pero cuando empezó la invasión, aplicó sin contemplaciones las órdenes que le llegaban desde Downing Street y Whitehall. Pero al terminar la primera fase de la campaña iraquí, el Gobierno le relevó un año antes de que le tocase el pase a la reserva. Una salida seca muy distinta, por ejemplo, a la de su predecesor en el cargo, sir Charles Guthrie, a quien Blair mantuvo un tiempo que excedió lo habitual. Boyce aceptó sin rechistar la decisión.
Más cuando, ya dispensado de la obligación de reserva, tuvo que declarar ante la comisión parlamentaria de la Guerra de Irak, dijo lo que tenía que decir; con claridad y sin estridencias. Blair tuvo, por lo menos, la elegancia de ofrecerle un escaño en la Cámara de los Lores, que el agraciado aceptó. Quien sí tenía un gran aprecio a Boyce era Isabel II, que le hizo Caballero de la Orden de la Jarretera y le nombró Lord Guardian de los Cinco Puertos, un cargo honorífico que conlleva el derecho de residencia en el Castillo de Walmer. Sobre todo, le elevó a la categoría de Almirante de la Flota, equivalente en España a Capitán General de la Armada.
Fue la culminación de una carrera naval tan plana –nunca participó directamente en una acción militar– que alternó mandos de buques y de unidades navales con destinos en el Estado Mayor.
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