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08 de mayo de 2024

Navalni

NavalniAFP

Alexei Navalni (1976-2024)

En nombre de la libertad de Rusia

Adalid de la democracia liberal en una satrapía, ningún acto represivo le hizo desistir de su empeño

Navalni
Nació el 4 de junio de 1976 en Butin (Unión Soviética) y falleció el 16 de febrero de 2024 en la colonia penitenciaria FKU IK-3, situada en Jarp Distrito Autónomo de Yamalo-Nenets (Rusia)

Alexei Anatolievich Navalni

Opositor ruso

.A través de los partidos opositores Yáblok, Rusia del Futuro y Coalición Democrática, se convirtió en el principal opositor a Vladimir Putin, que se lo ha hecho pagar con la muerte. Navalny fue galardonado con el Premio Sájarov en 2021.

Por muy sorprendente que pueda resultar, Alexei Navalni arrastró, en sus inicios en la militancia, un pasado algo sulfúrico, profesando ideas nacionalistas que levantaron las suficientes ampollas entre sus compañeros del partido opositor Yábloko, en el que entonces militaba, hasta el punto de provocar su expulsión en 2007. Sin embargo, Navalni persistió: participó en marchas junto a los defensores de la «raza eslava y apoyó la campaña »Basta de alimentar al Cáucaso», encaminada a exigir el cese de las subvenciones a las repúblicas musulmanas de la Federación.
¿Más? Apoyó, asimismo, a Rusia en su guerra contra Georgia en 2008, aplaudió el reconocimiento por parte de Moscú de la independencia de las provincias georgianas de Abjasia y Osetia del Sur. Por último, aprobó la anexión de Crimea en febrero de 2014. «Crimea nunca volverá a formar parte de Ucrania», declaró en aquellas fechas. Así las cosas, nada extraño que generase recelo en las capitales occidentales.
Sin embargo, el poder ruso no podía aceptarlo como uno de los suyos: su pecado original consistió en aceptar una beca de seis meses en la Universidad de Yale, pues a su vuelta el régimen y su maquinaria propagandística empezaron a tildarle de «agente extranjero». Era 2010 y al año siguiente, Navalny, en absoluto intimidado por la primera tanda de amenazas, se impone como líder de referencia de las manifestaciones gigantescas que denunciaba el fraude masivo en los comicios legislativos. Había alcanzado un carisma que se tornaría irreversible.
Fue el primero en entenderlo, de ahí que en 2013 se lanzara al asalto de la alcaldía de Moscú. Nueva campaña difamatoria, montaje judicial incluido, con acusaciones de tráfico de madera mientras se desempeñaba como asesor del gobernador de Kirov, que tampoco gozaba de la confianza de Vladimir Putin. Navalni recibió una condena de cinco años de cárcel. Sin embargo, el régimen putiniano no midió la contundencia de la reacción internacional, viéndose abocado a una liberación del ya famoso opositor, que retomó su búsqueda de votos. La nota sarcástica la aportó el juez: le soltó porque su estancia entre barrotes «le situaba en condición de desigualdad respecto al resto de candidatos». Prohibido reírse.
Al final, Navalni obtuvo un muy honorable 27 % de los votos que le impulsó a apuntar más alto. Entiéndase, disputar la presidencia de Rusia al mismísimo Putin. Más de lo que este último podía aguantar. En el programa del opositor figuraban medidas como un impuesto patrimonial a los oligarcas, un salario mínimo mensual y ayudas financieras para los futuros propietarios de viviendas. Medidas que seducían a muchos rusos normales y corrientes.
Es aquí cuando empieza a intensificarse la represión contra Navalny. En un principio, mediante la multiplicación de pequeñas penas carcelarias, de entre 10 y 30 días, para abatirle psicológicamente. Mientras, Navalny denunciaba incansablemente la corrupción que asolaba -y sigue asolando- a la élite dirigente. Empezando incluso por piezas esenciales del régimen: demostró, sin ir más lejos, cómo Dimitri Medvedev, primer ministro entre 2009 y 2013 y primer ministro en repetidas ocasiones, se había hecho con un edificio del siglo XVIII de San Petersburgo equipado con un ascensor de cristal capaz de subir un coche de lujo hasta el salón del propietario. El vídeo, publicado en YouTube, obtuvo 24 millones de visitas, que desembocaron en otra ola de manifestaciones, y no solo en Moscú o en San Petersburgo.
El régimen reaccionó inicialmente decretando la inelegibilidad de Navalni hasta 2028. A continuación, practicó por primera vez los ataques corporales: en 2017, le rociaron un antiséptico verde en los ojos al salir de su oficina. Perdió el 80 % de la visión en un ojo y tuvo que ser operado en Barcelona. En julio de 2019, mientras cumplía una nueva condena, se le hincharon los párpados y se le produjo un absceso en el cuello. Alegó que había sido envenenado.
Y tuvo razón: la técnica del envenenamiento se convertiría en una constante hasta acabar con su vida. Navalni rozó la muerte por primera vez en agosto de 2020. Tras haber despegado su avión desde Tomsk –adonde había acudido a visitar a sus seguidores–, empezó a sentir dolores. Le ingresan en Omsk. La opinión pública internacional presiona y logra que le trasladen a Alemania: allí, los médicos descubren que había sido envenenado con descubren que ha sido con Novitchok, un agente nervioso utilizado en el intento de asesinato de Sergei Skripal, antiguo espía ruso refugiado en Londres.
Navalny, de vuelta a Rusia –el Kremlin esperaba que se quedara en Alemania–, es arrestado, pero no se rinde y publica un nuevo vídeo con imágenes del palacio de Putin en el Mar Negro, obligando al sátrapa a desmentirle torpemente.
El envenenamiento va acompañado del acoso judicial: de Moscú es deportado a la «Colonia Penitenciaria Número 2» de Petrov, a 100 kilómetros de la capital. Un lugar terrible en el que pierde la sensibilidad de sus piernas. Condenado a nueve años de prisión por fraude en marzo de 2022, fue juzgado de nuevo en agosto de 2023, esta vez la condena otros 19 años de prisión por «rehabilitación del nazismo» y «extremismo». Nada menos. Fue el principio del fin: en diciembre, se perdió su rastro; ayer, perdió su vida. Putin ya tiene el cadáver de su principal opositor, que solo pedía que Rusia adoptase la democracia liberal.
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