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19 de abril de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Mujer, futuro del hombre

Victimismo y falocracia son las dos caras de una abominación idéntica

Actualizada 01:30

Asisto con estupor al cruce de estupideces que, a la caza del voto sexuado, despliega dosis de vulgaridad inenarrables en la última semana. Porque vulgar es, sin duda, la salida de verdulera de la señora Toscano acerca de las profundidades de don Pablo Iglesias: ¡como si existiera eso! Y aún más vulgar es que la cónyuge del señor Iglesias promoviera, a costa de ese bobo exabrupto, su martirologio personal de mujer maltratada: aquello precisamente de lo cual debe de huir como de la peste una mujer libre, porque el victimismo es hoy el peor enemigo de los mamíferos hablantes de sexo femenino. Victimismo y falocracia son las dos caras de una abominación idéntica.
Y anacrónica. Sobre todo, anacrónica. Los mamíferos hablantes tenemos sexo. Y no hay jerarquía alguna a la cual el sexo nos someta; pero sí distinciones. Y no hay procedimiento –por artificioso o políticamente refinado que se quiera– que pueda «des-sexuarnos». Hay la igualdad jurídica. Que existe hoy en todos los países que hayan salido de la barbarie: no, desde luego, en el Irán que financió el partido de la ministra que hoy se dice humillada. Y esa igualdad jurídica es imprescriptible. Al tiempo que la llamada igualdad material –Babeuf, encantador e ingenuo, fue el primero en reivindicarla y acabó en catástrofe– es sólo una fantasía. O una metáfora: una muy mala metáfora. No hay igualdad material. No ya entre varones y hembras; no la hay tampoco entre varones y varones, ni entre hembras y hembras. Precisamente porque todos los individuos son desiguales, Siéyès propuso, en 1789, la necesidad de fijar la ficción jurídica que hiciera a todos «iguales ante la ley». Para que la ley pudiera corregir los abusos a los cuales se presta el estado de naturaleza.
«El porvenir del hombre es la mujer». Sé que en la traducción se pierda la música maravillosa que ponía siempre en sus poemas Louis Aragon, ese poeta superdotado y ese individuo poco recomendable: porque las dos cosas son, entre los humanos, compatibles. «El porvenir del hombre», porque, en 1963, y en puertas de la irrupción en la plena igualdad jurídica de las mujeres, el poeta percibe hasta qué punto la emergencia del sujeto femenino hace añicos la desgana inerte que un viejo mundo reducido a su mitad hiciera norma de existencia. «El porvenir del hombre es la mujer, / ella es el color de su alma / y su susurro y su ruido, / y sin ella es él tan sólo un blasfemo / hueso de fruta sin fruta… / Veremos a la pareja y su reino / nevar como los naranjos».
No sé. Tal vez a la señora Montero y a su corte de asalariadas el poema de Aragon les aparezca como una conspiración más –o aún como una incitación más al crimen– contra esas mujeres para las que ellas reivindican locamente el retorno a la desigualdad jurídica. Pero es que todo, en esta vida, es cuestión de literatura: de haberla conocido o de haberla ignorado. De haber leído o ignorado una larga declaración de amor: El loco de Elsa.
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