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De los métodos mafiosos del Gobierno solo tienen dudas quienes participan en ellos o se benefician de su efecto. Son tantos que la memoria no abarca, aunque a bote pronto la lista ya es desbordante: Sánchez ha enviado delegaciones a Suiza y Waterloo a reunirse clandestinamente con un prófugo para negociar su investidura tras perder en las urnas, como si fuera un encuentro furtivo entre los cárteles de Sinaloa y Medellín para repartirse el negocio.

También ha tratado a los jueces de su esposa, de su hermano, del Esbirro General del Estado o de los ERE como la Camorra siciliana a Falcone, con presiones infames, bulos vejatorios, crímenes civiles y, llegado el caso, la anulación de sus sentencias por las bravas.

El Tribunal Constitucional y el Consejo de Ministros se han convertido en la Corte Suprema de la URSS y en el sustituto del Parlamento, respectivamente, dos instancias de poder omnímodo que enmiendan la plana a todo lo demás, anulan los poderes judicial y legislativo y se dedican a legalizar todos los intereses y a tapar todos los abusos del presidente con menos diputados propios de la historia.

Sánchez ha sacado a terroristas y golpistas de la cárcel para comprarles sus votos; ha dejado que su mujer use La Moncloa como una oficina privada y le ha adjudicado contratos públicos a sus amigos; se ha permitido legislar contra la prensa crítica por publicar verdades como templos; ha untado a sindicatos y medios de comunicación para que ejerzan de politburó y señalen a disidentes o den coartada a sus atracos y, entre mil comportamientos propios de un capo, ha situado a obedientes lacayos en puestos clave para sustituir la democracia por un estado de hipnosis colectivo, con RTVE, el CIS, Correos, Telefónica o Indra bajo sospecha intolerable de estar dispuestos a condicionar el sistema electoral a las órdenes del Padrino.

No hace falta que todo sea así para que la mera apariencia sea ya escandalosa, especialmente cuando a continuación se señala, de manera directa o a través de terceros, hasta a los familiares de sus adversarios: el hermano y el novio de Ayuso o las esposas de Feijóo y de Abascal también forman parte del siniestro juego sanchista, quien poco a poco parece ir configurando hasta una Policía, una Agencia Tributaria o tribunales patrióticos, que digan lo que él necesita y arrastren a quienes él señale.

Cuando el sheriff es el primer forajido, algo gordo necesita tapar y algo grave está dispuesto a hacer para lograrlo, y Sánchez ya telegrafía sus movimientos: su relato, desde hace mucho tiempo, va preconstituyendo un escenario que justifique la impunidad propia y el castigo al contrincante, sea juez, periodista, político o empresario, con la adopción de cuantas medidas sean necesaria para frenar eso que él llama conspiración y en realidad es el Estado de derecho.

Un episodio resume al personaje: cuando hace unos meses desapareció cinco días y amenazó con dimitir por la «campaña» contra su Begoña Gómez, él ya sabía que estaba imputada y lo escondió. Mintió en público, preparó el camino para un retorno agresivo, utilizó una visita al Rey que solo tiene sentido si es para comunicarle su despedida y volvió entre amenazas a todo bicho viviente.

Con Sánchez nunca hay dudas sobre qué está dispuesto a hacer, por bárbaro e inconcebible que resulte: la única incógnita siempre es cuándo lo hará. Y da la sensación de que ese momento está a la vuelta de la esquina.