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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Corazonada conyugal

El ministro José Luis Ábalos y la joven, por él convencida de que el uso del plural estaba legitimado por su vínculo de pareja, deciden atrapar al corruptor Cerdán. Y, a través de él, a su contratante Sánchez. «Tuvimos una corazonada» –ambos–. «Y, bueno, dejamos un dispositivo grabando»

«Tuvimos una corazonada». En plural. Aunque sólo uno haya acabado por contarlo. En rigor, una. Pero eran dos los que maquinan el dispositivo: Ábalos y Andrea. En asociación conyugal. Eso relata ella: que obraron de consuno. El imprevisto programa de Antonio Naranjo, el miércoles pasado, en Tele Madrid, durante el cual la muchacha narra su versión de los hechos, es demoledor. Para el exministro como para el presidente Sánchez. Todas las coartadas de ambos saltan, tras sus palabras, por los aires. El ministro José Luis Ábalos y la joven, por él convencida de que el uso del plural estaba legitimado por su vínculo de pareja, deciden atrapar al corruptor Cerdán. Y, a través de él, a su contratante Sánchez. «Tuvimos una corazonada» –ambos–. «Y, bueno, dejamos un dispositivo grabando».

Santos Cerdán había acudido al hogar de la pareja, el día mismo en el que a Ábalos le habría sido exigida por Pedro Sánchez la entrega de su acta de diputado. A cambio, se le ofrecían tres jugosas sinecuras en empresas del siempre ubicuo Pepe Blanco. También, lugar protagonista en tertulias influyentes y al servicio del Jefe. Declaración de Andrea de la Torre: «Santos vino de parte de Moncloa, se sientan en el salón y yo me quedo en la puerta escuchando la conversación que estaban teniendo José Luis y Santos y, aparte de escucharla, tuvimos una corazonada y grabamos la conversación. Después escuché la grabación y ha sido todo tal cual lo ha publicado El Mundo». Y la cónyuge concluye: El emisario «venía de Moncloa. La oferta que le hacen [a Ábalos] la tuvo que consultar con el presidente. Santos Cerdán no puede tomar esas decisiones por su propio pie».

Muy convencional todo. Cónyuges no institucionalmente consagradas, las han tenido los más diversos ministros desde siempre. Es parte de las convenidas compensaciones que alivian la dura tarea de servir con fidelidad al Estado: o a quien el Estado regenta, sobre todo. En el siglo diecinueve europeo, fueron una institución mayor. Y nada tenían de transitorias. Ni de triviales. Naturalmente, la cónyuge no sujeta a las convenciones del contrato matrimonial jugaba entonces en una red de funciones mucho más amplia y relevante que la impuesta a una discreta esposa oficial, por naturaleza relegada a recónditas tareas domésticas.

Sobre la marcha, me viene a la memoria el nombre ilustre de Jeanne de Tourbay, quien, tras oficiar de cónyuge oficiosa del príncipe Napoleón y de varios ministros de diversos gobiernos, acumuló los suficientes bienes como para, ya condesa de Loynes, financiar el nacimiento de la Action Française de Charles Maurras y Léon Daudet, eje de la derecha conservadora francesa en el primer tercio del siglo veinte. Fue una dama prodigiosa, ante la cual rindieron armas y bienes escritores, ministros, aristócratas, banqueros. La malevolencia popular le atribuyó en su tiempo haber servido de modelo a Courbet para pintar su escandaloso Origine du monde, pieza mayor ahora del Museo de Orsay. Sabemos hoy que es mentira. Pero no hay historiador que ponga en duda su papel de dama sobresaliente.

Pervivía un hálito de grandeza en aquellas figuras de las grandes demi-mondaines de hace ahora un siglo y medio. Lo de verdad horrible, para la joven Andrea y tal vez para alguna más, habrá sido despertar en el engaño: en ese propiciado espejismo de soñar estar viviendo en los fastos envidiables de una Belle Époque que no retornará nunca. Escucharla invocar la sincera promesa que le hace el «feminista» exministro de construir juntos una vida nueva en extranjeros horizontes –mejor cuanto más lejanos– mueve a una amarga amalgama de compasión y cólera. ¿Cómo un don nadie llegado a la inopinada condición de ministro puede tratar con tanta vileza a quien es parte de su intimidad doméstica? No, no es un delito. Es sólo repugnante. Los presuntos delitos, los económicos, están ahí, a la espera, en manos de los jueces. Y apuntan directamente hacia el presidio.

Y, en ese presidio, ¿no habrá un rinconcito siquiera par aquel presidente que, por boca del presunto delincuente Cerdán, ofrece sustanciosos sobornos al caído, a cambio de su silencio? No sé, de verdad que no sé, si todo esto debe moverme más a pena o a desprecio. O a risa. Da mucho asco escribir sobre Ábalos. No hay modo de no hacerlo.