¿Por qué no funciona nada?
Nos estamos acostumbrando a pagar más que nunca por menos que siempre, y encima entre desprecios e insultos
Uno de los últimos informes de Funcas desbroza el camino económico de España y pone todos los puntos sobre todas las íes, con un ejercicio de precisión contable, indispensable para combatir la propaganda oficial del Gobierno, con la que pretende que ustedes le crean más a él que a sus propios ojos.
Por situarnos en el ámbito individual, un español soporta una carga media real del IRPF del 114,4, que son casi quince puntos más que en 2008, el año tomado por referencia para calcular el incremento de la presión fiscal sobre el impuesto de mayor impacto particular en el bolsillo.
En ese mismo periodo de tiempo, la renta medida real se ha situado en el 95.7, por debajo de cien, lo que permite alcanzar una demoledora conclusión: el brutal aumento de la presión fiscal ha ido parejo de un aparatoso descenso del poder adquisitivo, con un desajuste entre ambos baremos de casi veinte puntos.
No hay más preguntas, señoría.
Para completar el paisaje lunar, el incremento de la recaudación se sitúa ya en los 140.000 millones, con una media de aumento cercana a los 24.000 millones de euros por cada año de Sánchez en La Moncloa, un fenómeno sorprendente que desplaza los recursos de la sociedad al Gobierno para que, desde él, se imponga la peor de las políticas posibles, sustentada en el intervencionismo, la subsidariedad y el clientelismo.
Esto es lo que hay, y se complica por los inminentes desafíos de los avances tecnológicos, la robotización o la inteligencia artificial, todo ello inevitable y quizá positivo al largo plazo pero inquietante al corto en el ámbito laboral, donde está asegurada la pérdida de miles de trabajos poco especializados: ni el aumento del empleo público ni la cosmética oficial para presentar como trabajo de calidad el pluriempleo, la temporalidad o la jornada parcial podrán disimular la magnitud del roto.
Para rematar el desperfecto, el récord recaudatorio del sanchismo y el empobrecimiento galopante del ciudadano, inédito en casi toda Europa, coincide con el aparente hundimiento de la calidad de los servicios públicos, más costosos que nunca, pero también menos eficaces: los montes arden, los trenes no carburan, las citas se retrasan, los teléfonos comunican y las listas de espera se agrandan, en una sinfonía de incompetencia que convive con el mayor gasto histórico en la estructura supuestamente destinada a atendernos mejor.
Nada funciona cuando más se paga y más tiene el Estado, en una contradicción lamentable que ha hecho de la política el único sector realmente próspero. Con todos los matices que se quiera, esa es la sensación abrumadoramente extendida, lo que en sí mismo ya es suficiente: un problema lo es cuando lo parece, y no solo cuando ocurre, como sabe cualquier estudiante primerizo de Sociología.
Si todo esto ya es indignante, la inhumana reacción de una parte de la clase política cuando todos esos males se juntan y provocan una tragedia. Ahí tienen a Óscar Puente, aprovechando los pavorosos incendios en Las Médulas para tratar de dañar a Feijóo o a Mañueco. O a Santiago Abascal hablando de curas pederastas para responder a la reflexión de la Conferencia Episcopal sobre la inmigración, en ambos casos con brochazos insoportables que añaden más gasolina a fuegos necesitados de bomberos y solo encuentran a pirómanos reincidentes.
¿Tan difícil es hacer y decir lo correcto y mejorar un poco el ecosistema público? Al parecer sí, y cuando más caro nos sale todo menos recibimos a cambio, salvo un montón de escupitajos financiados a coste de caviar.