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Un mínimo sentido del pudor le hubiera llevado a Ángel Víctor Torres Más Altas Han Caído a callarse su opinión al respecto de los méritos de Pedro Sánchez para recibir el Premio Nobel de la Paz, que son parecidos a los de Belén Esteban para ocupar el sillón Ñ de la Real Academia.

O, en su defecto, esa misma prudencia inexistente en el previsible protagonista de un inminente informe de la UCO le hubiese llevado al presidente, una vez conocida la lamida de coxis de su subordinado, a ordenar que no le dieran difusión por elemental vergüenza torera.

Pero no, ahí han estado a fijar la candidatura las cheerleaders de Sánchez, siempre en la banda agitando los pompones y gritando letra a letra el nombre de pila del sucesor de Mandela, que va a tener que cambiar al cirujano estético por otro experto en cajas torácicas para dar cabida a tanto corazón.

No contentos con no exigirle cuentas por la fosa séptica que ha creado, se lanzan ahora a pecho descubierto a promocionarle como reencarnación de Gandhi por su heroico papel en Palestina, el nuevo Sáhara a efectos de manipulación sentimental de la izquierda de emociones bipolares, capaz de honrar y de olvidar la misma tragedia con una casual sintonía con los intereses de su mentor: ahora a los saharauis les pueden ir dando, como mañana a los gazatíes si al bueno de Sánchez deja de venirle bien el papel de Greta Thunberg y acaba embarcando en una flotilla rumbo al Tribunal Supremo.

En el viaje de esta obscena manipulación, que incluye lecturas públicas, sabotajes a eventos públicos, candidaturas al Nobel y una fuga del paisaje real sanchista, ubicado entre juzgados y saunas, queda una vez más pendiente un debate decente sobre lo que está ocurriendo en Oriente y en su trastienda palestina, elegida por el universo fundamentalista para disimular sus perversas intenciones generando un escaparate del suplicio destinado a blanquearse a sí mismo.

Esa conversación, que necesariamente no puede ser maximalista ni discurrir por el dilema de si Israel comete genocidio o todo vale para acabar con el terror, ha quedado sepultada por la demagogia del Nobel, en modo de competición electoral con la extrema izquierda para absorber sus restos electorales y no desplomarse todavía más de lo previsto en unas elecciones cada vez más imperiosas; y por la tibieza de liberales y conservadores, siempre timoratos en la réplica al relato envenenado que instala la izquierda con el ovino seguidismo de sus medios de cabecera y el cultivo extensivo de sanchismo que encarna la televisión pública.

Porque nada se le puede pedir a Israel, para que encuentre la manera de defender la civilización sin incurrir en la barbarie típicamente bélica, si la premisa no está claro: antes de eso, y para lograr eso, hay que denunciar la evidencia de que Gaza fue concedida a los palestinos y regada con inversiones judías e internacionales para ganarse un futuro. Y que las luchas intestinas entre las distintas facciones convirtieron la esperanza de autonomía en un coto del terrorismo yihadista financiado por Irán y financiado por Hamás, capaz de destruir la incipiente esperanza de entendimiento entre Israel y Arabia Saudí con un brutal atentado que exterminó de un plumazo a 1.200 inocentes.

El problema nunca ha sido el reconocimiento de Palestina, sino el de Israel, vetado por la totalidad de los países musulmanes, incapaces también de suscribir la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adaptada años después de ser aprobada con un sucedáneo suscrito por todos en El Cairo que los subordina a la sharia.

Que Israel deba encontrar otro camino para sobrevivir y librarse de un régimen terrorista que sojuzga, maltrata y utiliza a los propios palestinos, dilapida sus esperanzas, agota sus recursos y busca un martirio propagandístico con el que blanquearse; no significa que Occidente no se esté jugando allí una parte de su futuro: al Estado hebreo hay que pedirle inteligencia y piedad; no acusarle en falso de genocidio como hace frívolamente un Nobel de la Paz que le debe el cargo a un terrorista, gobierna gracias a Bildu y se permite ir dando lecciones de derechos humanos por el mundo con la misma solvencia que su esposa catedrática o su hermano músico las daban de fondos públicos o de ópera. Un poquito de por favor.