La voz
Su momento más comprometido fue cuando el secretario de Estado lo reclamó para anunciarle que el Santo Padre había iniciado los trámites para excomulgar al jefe del Estado. Se habían ejecutado a cinco peligrosos terroristas y las influencias exteriores del antifranquismo –y antiespañolismo–, influyeron en el primer arranque de su intención
Don Antonio Garrigues en la jerarquía de la Iglesia era más que cardenal. Tuvo un éxito estruendoso como embajador de España en Washington y en la Santa Sede durante el Papado de Pablo VI. Joven viudo con nueve hijos, fundador con su hermano Joaquín del despacho más prestigioso de España, y encontradizo con la verdad investigada del apasionado acoso que sufrió por parte de la viuda de Kennedy. Nunca lo reconoció y menos aún lo negó, y le divertía dejar a los curiosos con su curiosidad temblando como un tocino. Republicano y monárquico, pero ante todo, un servidor de España ejemplar.
Su momento más comprometido fue cuando el secretario de Estado lo reclamó para anunciarle que el Santo Padre había iniciado los trámites para excomulgar al jefe del Estado. Se habían ejecutado a cinco peligrosos terroristas y las influencias exteriores del antifranquismo –y antiespañolismo–, influyeron en el primer arranque de su intención. A Franco, que Oloff Palme, primer ministro sueco, un Greta Thunberg calvo y más sonriente, pidiera dinero en una hucha por las calles de Estocolmo en beneficio de los condenados, sinceramente, le importaba un huevo. Pero lo de ser excomulgado siendo uno de los mayores defensores del catolicismo en España resultaba muy doloroso.
Y ahí se inició el trajín de visitas de don Antonio a la Santa Sede, donde era recibido como si fuera uno de ellos, y el Palacio del Pardo, donde Franco aguardaba con impaciencia sus informaciones.
Al Papa se le amortiguó el enfado, y don Antonio consiguió que Pablo VI aceptara una posible visita del Santo Padre a España. Eso es un embajador.
En una de sus muchas visitas al despacho de Franco, don Antonio arrastraba una gripe romana que le debilitó la voz. Comenzó a informar al generalísimo y le salía voz de pito. Franco tenía un sentido del humor gallego y mucha retranca. Cuando don Antonio finalizó su exposición de los hechos, el jefe del Estado le regaló un comentario con vocación de jeroglífico. «Garrigues, ese catarro que lleva usted encima, le ha cambiado la voz. Habla usted como Franco, y a Franco no le gusta nada su voz». Ante el silencio de su embajador, Franco redondeó la escena con un moderado «ji, ji, ji».
Garrigues salvó a Franco y a España de un escándalo internacional. Cuando falleció Pablo VI y fue elegido el bueno de Albino Luciani –Juan Pablo I–, don Antonio decidió volver a Madrid y a su despacho. Vivía en la calle de Alcalá Galiano, y hasta los 98 años –falleció con un siglo a sus espaldas–, don Antonio, a un ritmo difícil de igualar, iba y venía de su casa a pie. El Rey Don Juan Carlos I le concedió el título de marqués de Garrigues, que no pudo utilizar por el adelanto de su final. Fue íntimo amigo de Muñoz-Rojas, Lladó, siempre, el padre Ramón Ceñal, y el padre Alfonso Querejazu, un sacerdote vasco inteligente y desconcertante en alguna de sus esquinas. Las conversaciones de Gredos.
Al final de su vida, en una cena con Don Juan De Borbón, este le preguntó por la dificultad de detener el proceso de excomunión. Y Don Antonio le hizo un resumen sabio, libre y magistral.
–¿Y el peor momento, Antonio?
–Cuándo me dijo que se me había contagiado la voz de Franco, y que Franco estaba harto de su vocecilla. Por eso mira tanto, se fija tanto, y habla tan poco.